Sostiene Rumsfeld
Cada vez son más numerosas, y más solventes, las fuentes que concluyen que las acciones militares estadounidenses en Afganistán han provocado una cifra de civiles muertos superior a la generada por los atentados de Nueva York y de Washington. Al parecer, las operaciones norteamericanas no sólo se han asentado en la invocación del ojo por ojo: se han ensañado, por añadidura, con muchas gentes que ninguna culpa tienen de lo ocurrido en las Torres Gemelas. Para que nada falte, la campaña en curso, de la que se barrunta ha escapado el buscadísimo Bin Laden, apenas ofrece garantías de que no se vayan a repetir hechos como los del 11 de septiembre.
En otras circunstancias no dejaría de tener su gracia que a mediados de diciembre, luego de nada menos que dos meses de intensos bombardeos en Afganistán, un controvertido vídeo aportase, por fin, lo que para muchos era la prueba decisiva de la relación de Bin Laden con los atentados de septiembre. Que esto, y todo lo anterior, no produzca indignación y estupor cabe atribuirlo, en lo que a nuestras sociedades se refiere, a una mezcla enfermiza de desidia y de falta de respeto por las normas más elementales. Claro es que semejante combinación puede imputarse, también, a una elaborada argucia mediática que, inocentemente, sigue asaeteándonos con la idea de que Estados Unidos se halla inmerso en una desinteresada y humanitaria lucha contra el terrorismo internacional. Quedan para las revistas especializadas, y para la acosada literatura disidente, los recordatorios de la formidable trama geoeconómica que se adivina en la trastienda del conflicto afgano -con EE UU lanzado a una abierta puja encaminada a extraer hacia el sur, y a atesorar, el petróleo y el gas natural centroasiáticos-, en lo que a la postre se intuye es una convincente explicación de muchos de los movimientos norteamericanos de los últimos meses.
Con el contencioso afgano en fase terminal, toca preguntarse por los nuevos aires que la cruzada estadounidense se apresta a asumir. Los estudiosos identifican al respecto tres horizontes. El primero, perfilado al gusto de las palomas en Washington, parece esquivar las operaciones de cariz militar y preconiza el empleo de fórmulas de presión comercial y colaboración policial, aunque no descarta, llegado el caso, eventuales acciones encubiertas; los moderados desearían que la crisis se cerrase cuanto antes, con el propósito de facilitar, tal vez, la pronta cicatrización de algunas heridas y la rápida recuperación de la economía. El segundo horizonte propone intervenciones muy precisas, desarrolladas las más de las veces con el apoyo de agentes locales y sin mayor intención de derrocar regímenes u ocupar territorios; al amparo de esta suerte de prácticas se trataría de avanzar en el control de zonas sensibles en Filipinas, Indonesia, Somalia, Sudán o Yemen. El último de los horizontes se asentaría, en suma, en una reedición de la razzia desplegada en Afganistán, inequívocamente acompañada, ahora sí, del designio de derribar regímenes y dominar, con recursos propios o merced a fuerzas interpuestas, territorios; Irak proporciona, como es sabido, el teatro más propicio para este modelo, el más caro, también, a los halcones que se mueven en la capital norteamericana.
La sola consideración de lo que acabamos de mal resumir invita a adelantar algunos comentarios. El primero toma como reclamo las reiteradas declaraciones del secretario de Defensa estadounidense, Donald Rumsfeld, para quien la asunción de nuevas hazañas bélicas por su país no exige autorización previa de Naciones Unidas. No está de más que lo repitamos: desde septiembre EE UU se arroga un derecho de injerencia que no parece sometido a restricción alguna en el tiempo, en el espacio y en los métodos. Para que las cosas queden claras, y enmendándole la plana al primer ministro británico, Tony Blair, Rumsfeld ha tenido a bien agregar que son los objetivos militares los que determinan las alianzas, y no éstas las que se encargan de establecer aquéllos. Las convicciones de nuestro hombre ilustran una singularísima y lamentable interpretación de lo que significa 'repeler una agresión', revelan un dramático desprecio del sistema de Naciones Unidas, colocan fuera de juego a quienes creían a pies juntillas en la condición genuinamente multilateral de la respuesta norteamericana y acarrean, en fin, un desazonador retorno a la lógica de los Estados propia del XIX. Semejante retorno aconseja concluir que el tercero de los horizontes antes invocados cuenta con más posibilidades de abrirse camino que los dos restantes, lectura que se vería refrendada por la medianamente inesperada declaración con la que el presidente Bush nos obsequió a finales de enero: de regreso a su vieja retórica justificatoria del escudo antimisiles, Bush volvió a proponer los nombres de Irak, Irán y Corea del Norte como ejemplos granados del mal supremo.
Vaya un segundo comentario: muchos de quienes se interesan por estas cuestiones han procurado subrayar que la conducta de EE UU responde a un indisimulado intento de universalizar el modelo que Washington, frente al criterio mayoritario de la comunidad internacional, ha venido aplicando en Irak desde 1991. Hablamos, para entendernos, de una abrupta combinación de bombardeos caprichosos, aplicaciones sesgadas de resoluciones del Consejo de Seguridad, insistentes marginaciones de varios de los miembros de éste, acciones de espionaje escudadas en los equipos de la ONU encargados de supervisar el desarme iraquí -a menudo realizadas, por cierto, a través de una activa cooperación con el Mossad israelí-, criminales olvidos de las consecuencias sociales del embargo económico impuesto a Bagdad y oscuras componendas que han permitido el negocio subterráneo de empresas estadounidenses y británicas. Un libro de reciente publicación, Neighbours, not Friends. Iraq and Iran after the Gulf Wars, de Dilip Hiro, no precisamente complaciente con el régimen de Saddam Hussein, ofrece un pavoroso retrato de lo que la legalidad internacional es a los ojos de los dirigentes norteamericanos.
El tercer comentario obliga a rescatar lo que, voluntaria o negligentemente, tantos medios de comunicación han dado en ocultar los últimos meses. Fuera del hervidero afgano, son muchos los escenarios de conflicto en los que -al amparo de un silencio generalizado, y las más de las veces como premio a la franca colaboración con la coalición liderada por EE UU, o como anticipo de lucrativos negocios- han movido pieza Gobiernos impresentables que en el pasado han protagonizado operaciones que a menudo frisan el genocidio. Sin necesidad de ir muy lejos, ahí están los ejemplos de Chechenia y del Sáhara occidental. Entre nuestros responsables políticos abundan ahora los inclinados a propinarle cariñosas palmaditas en el hombro a Vladímir Putin y a aceptar de buen grado que el contencioso checheno se explica razonablemente con arreglo a la manida confrontación entre la libérrima democracia rusa y el islamismo desbocado que blandiría la resistencia local. Por lo que al atribulado Sáhara occidental se refiere, Naciones Unidas se dispone a desmantelar, a la chita callando, su misión y parece decidida a renunciar al ejercicio de una fórmula de autodeterminación en lo que el presidente francés, Jacques Chirac, entiende son las provincias meridionales de Marruecos, no sin que se hayan registrado incipientes pasos en materia de concesión, a Estados Unidos y a la propia Francia, de licencias de prospección de presuntos yacimientos de hidrocarburos...
Al calor de ejemplos como los propuestos, y de la propina que aportan medidas de excepción que se extienden por doquier, la lógica de los Estados ha experimentado un rotundo impulso en virtud de un general fortalecimiento de las posiciones de aquéllos y de un escalofriante olvido de sus desafueros. Y al respecto todo indica que se ha desvanecido la que efímeramente se antojó significada excepción a esta regla: si algunos de los primeros movimientos norteamericanos en relación con Palestina hicieron pensar, en el otoño, que el conflicto correspondiente escapaba, siquiera marginalmente, a la lógica macabra que nos ocupa, lo sucedido en las últimas semanas -el apoyo de facto dispensado por Washington a la política israelí, el veto aportado en Naciones Unidas a resoluciones suavemente críticas para con ésta- confirma, también en este escenario, los peores augurios. El grado de despótica tiranía y de desdén hacia las querencias de los débiles que muestra EE UU no puede por menos que forzar una conclusión: de resultas de los atentados de septiembre, la única potencia que pervive en el planeta ha visto ratificada su hegemonía de antaño, en medio del silencio inenarrable de quienes -la UE y Rusia, por acaso-, si tuviesen un poco de sonrojo, estarían llamados a levantar una voz que hoy por hoy sólo se escucha en las castigadas periferias que resisten.
Carlos Taibo es profesor de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid. Acaba de publicar Cien preguntas sobre el nuevo desorden (Punto de Lectura).
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