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Columna
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Yunque

CUANDO ERA JOVEN, pero ya casado, el escritor japonés Oki Toshio sedujo a una bella adolescente, que quedó embarazada, aunque sin que sobreviviera apenas unas horas la niña que nació. A partir de esta intensa, efímera y trágica aventura amorosa, Oki publicó una novela rememorativa, titulada Una chica de dieciséis, cuyo éxito le permitió vivir desahogadamente el resto de su vida. Para la seducida jovencita y madre frustrada, Ueno Otoko, el inmediato porvenir no se mostró tan halagüeño, sino muy amargo. Así con todo, Ueno trató de recomponer su vida en la ciudad de Kioto, dedicándose a la pintura. Sin la grosera explicitud de la literatura cosida sobre el pespunte de lo vivido, los cuadros de Ueno no dejaban de ser camufladas evocaciones del amor perdido, como el de ese paisaje de la plantación de té de Uji, en el que se veía sólo las suaves ondulaciones de las hileras de los arbustos, cuya brillante coloración se apiñaba como un rebaño de ovejas verdes, pero sin que tan luminosa floración pudiera ocultar el poso melancólico del triste recuerdo de la primera vez que la pintora atravesó esos campos huyendo de la pasión prohibida.

Todo podía haber quedado ahí, sublimado por el arte, con el trasfondo agridulce que produce un pasado inacabado, bello y triste a la vez. De esta manera, Lo bello y lo triste (Emecé), tituló el premio Nobel Yasunari Kawabata (1899-1971) el libro que contiene la historia antes resumida, pero el brutal impacto de una pasión hiende como una piedra la plana superficie acuática de la vida, dejando un rastro de ondulaciones concéntricas, que perduran hasta mucho después de que el proyectil haya desaparecido en las profundidades. Sin tenerlo en cuenta, unos veinte años más tarde del primer fatal encuentro de los amantes, un nostálgico Oki decidió hacer una visita a Ueno, quizá para averiguar si todavía seguía alumbrando algún rescoldo de la antigua pasión, con lo que impremeditadamente atizó un inesperado fuego arrasador, porque el incendio surgido cobró una inusitada fuerza a través, no de ellos, sino de una nueva generación, que ya no obedeció a otra ley artística que la del cuadro viviente, donde todo queda devorado por las llamas hasta convertir la realidad en un desolado paisaje de cenizas. Quizá esta historia hubiera podido permanecer sellada por libros y cuadros vagamente elegiacos, pero el regreso a la realidad de una pasión no extinguida aviva la fatal destrucción que conlleva el amor interrumpido, tan vecino de la muerte. No hay quien salga indemne de esta trama ni veinte años después, porque el curso del tiempo no aplaca el dolor de las viejas heridas, sino que las hace rebullir con sangre nueva. Tal es lo bello y lo triste de la existencia, el yunque donde se bate con furor el arte.

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