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Columna
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La ceremonia de la confusión

Más allá de escenografías, pacto in extremis con el insistente Cascos, comentarios variopintos sobre la cuidada vestimenta del presidente del Congreso compatible con su tranquediano papel, chistes cruzados entre los vicepresidentes Rajoy y Rato, quinielas sobre delfines y elevación a los altares del adalid de 'un proyecto serio para un país serio' (¡¡qué perspicacia y profundidad!!, ¡¡cuánta coherencia con la praxis cotidiana!!), el reciente congreso del PP nos ha deparado una sorpresa: por fin ha parido la criatura y el ya conocido Pacto Local, también llamado segunda descentralización, que venía serpenteando desde 1993, ha cobrado protagonismo al ser formulado como oferta de negociación al resto de los partidos por el mismísimo Aznar, sin olvidar la vehemente defensa del municipalismo que hizo ante sus colegas la presidenta de la FEMP y alcaldesa de Valencia, Rita Barberá.

Oferta ésta que el resto de los partidos (salvo CiU y sin menospreciar la acogida poco calurosa de la iniciativa por parte de los presidentes de los gobiernos autónomos donde manda el PP), han aceptado en principio y con evidente desconfianza, todavía escaldados por los resultados del último gran pacto de Estado, el del Poder Judicial. Incluso ya ha aparecido en prensa como uno de los temas de la agenda la elección directa de los alcaldes y Bono y el alcalde de Guadalajara (del PP ) han tenido su tête a tête mediático en el que han salido los temas de rigor: la falta de criterios objetivos para el reparto de los escasos Fondos Regionales de Cooperación, la autonomía local en temas de urbanismo y sus corruptelas aparejadas , el famoso 50- 25-25, la duda razobable sobre la funcionalidad de las diputaciones...

Aunque es pronto para ser pesimista, da la impresión de que, una vez más, nos quedamos en la crema del café y no se abordan las cuestiones de fondo con claridad. Y ello es justamente lo que me preocupa. No es la primera vez que los límites mentales de los gobernantes y de la oposición han echado a perder la oportunidad de modernizar en serio un subsector público tan básico para el bienestar social y el progreso económico como es el de la Administración local. Ahí están la Ley de Bases de Régimen Local de 1985 y la Ley de Haciendas Locales de 1988 para demostrarlo. Y es que coger al toro por los cuernos requiere, amén de valentía, las ideas claras y la cabeza fría.

Si hablamos de segunda descentralización, es porque cuando se erigió nuestro peculiar y cuasi federal Estado de las Autonomías, éstas, ávidas de competencias y poder tras siglos de centralización, no sólo negociaron con denuedo con la Administración central el coste del traspaso de competencias sino que también incluyeron en los respectivos estatutos de autonomía como competencias propias el núcleo duro del denominado Estado del bienestar: vivienda, educación, salud y servicios sociales. Competencias que en otros paises europeos son compartidas con los ayuntamientos y, en algunos casos como Dinamarca, fundamentalmente asumidas por éstos.

Con este atípico reparto competencial (sólo se pueden comparar países cuando la distribución competencial es semejante) es arriesgado hablar de la endémica y crónica insuficiencia financiera de los ayuntamientos que parece deducirse del hecho de que la práctica totalidad de las nuevas inversiones se hace con cargo a endeudamiento. O sea que, en el mejor de los casos, los ingresos corrientes dan para cubrir, con dificultades, los gastos corrientes. Y ello sucede en mi opinión por la plausible combinación de dos factores: la cicatería y rigidez de la financiación local por un lado y la proverbial ausencia de criterios de austeridad en el gasto. Con una restricción presupuestaria laxa (ningún Ayuntamiento quiebra) es difícil introducir criterios de eficiencia.

En este estado de cosas, hablar de segunda descentralización o de asunción de más competencias (y, por tanto, más recursos) por los ayuntamientos puede parecer un paso hacia la homogeneización con otros países de nuestro entorno y, por tanto, hacia la modernización. Pero si no se reforma en profundidad de forma previa la Administración local, la cesión o delegación hacia abajo de competencias puede producir un cúmulo de efectos no deseados y empeorar en lugar de mejorar las cosas. E introducir peoras en lugar de mejoras es un deporte arriesgado en un terreno tan movedizo.

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No sería quizá mucho pedir que antes de lanzar grandes proclamas, se reconociera que el mapa local está hecho unos zorros. Hay un excesivo número de municipios (8.100 en toda España), muchos de ellos de escasa dimensión, y la sacralización del obsoleto término municipal como ámbito de gestión (defendido numantinamente por alcaldes celosos de sus competencias) hace que tanto en áreas despobladas de baja densidad como en áreas urbanas densamente pobladas la cooperación brille por su ausencia. Asumir competencias de salud, educación, vivienda y servicios sociales y gestionar con sentido común la ya existente de ordenación del territorio exigiría que la tan cacareada segunda descentralización tuviera como destinatario nuevos entes supramunicipales y subregionales con suficiente capital humano y capacidad de gestión, sin perjucicio de que se incentivaran las comarcas históricas como ámbito para la prestación de los servicios inmediatos y más próximos a los ciudadanos.

En Cataluña llevan ya más de un año discutiendo la conveniencia de resucitar las veguerías porque las comarcas pujolianas son incluso demasiado pequeñas y aquí, en el País Valenciano, quizá no sería mala idea, al tiempo que se trabaja para reforzar el papel local de las comarcas históricas, recuperar les governacions y establecer diez u once nuevas entidades locales que pudieran ser interlocutoras de la Generalitat y recibir cesiones y delegaciones de verdadera entidad. Y ello es compatible con seguir defendiendo que son las ciudades de un territorio y su red urbana las que constituyen la riqueza de la nación. No se trata de crear nuevos entes burocratizados que sustituyan a pueblos y ciudades o los sometan al diktat. Se trata de organizar de otro modo la cooperación intermunicipal. Pero claro, si empezamos con declaraciones como las de Rita Barberá (a la que siempre habrá que recordarle su triste papel en el tema del Área Metropolitana de Valencia), defendiendo a las diputaciones como 'ente intermedio' que hace posible esa segunda descentralización, volvemos a 1844 y para ese viaje no hacen falta tantas alforjas. Los límites provinciales no sirven más que para complicar las cosas y las diputaciones no resisten una auditoria operativa que les pida que sean algo más que máquinas sectarias de conceder subvenciones. Y si están en la Constitución, pues se cambia ésta, que no es la Biblia. O se las deja de florero. Pero si el renacer local está en manos de personajes como Fabra, Giner o de España, déjennos como estamos, por favor.

Josep Sorribes es profesor de Economía Regional y Urbana de la Universidad de Valencia.

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