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Columna
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La alternativa

Josep Ramoneda

El Foro Social de Porto Alegre ha conseguido ya un éxito indiscutible: romper el principio TINA (there is not alternative). Durante una década el mundo ha vivido sometido a la creencia de que no había alternativa, de que el proceso de globalización era imparable y no se podía hacer de otra manera. Que es imparable es algo que ya ni siquiera los equívocamente llamados movimientos antiglobalización cuestionan. Las nuevas prótesis tecnológicas dan al hombre (al que puede) la posibilidad de pasearse y comunicarse por la Tierra con mucha mayor facilidad que antes. Toda reacción que pretenda dar marcha atrás a la globalización no sería más que un nuevo episodio de la eterna querella entre antiguos y modernos. Y ya se sabe que siempre son los modernos los que acaban imponiendo su ley, aunque la resistencia de los antiguos sirva a veces para neutralizar los excesos. Berlín ha explicado mejor que nadie los beneficios de la reacción romántica a la eclosión de la Ilustración, por ejemplo.

Lo que está en cuestión no es, pues, el hecho de la globalización, sino el modo de llevarla a cabo: la idea -que constituye el motor de la ideología dominante- de que la globalización sólo puede hacerse como se está haciendo, es decir, reconociendo al capital financiero una capacidad normativa incontestable y relegando al poder político a la función de desbrozar los terrenos para la más libre y caprichosa circulación del dinero. Cuando no hay alternativa no hay política. Porque, como ha escrito Beatriz Sarlo a propósito de la crisis argentina, 'la política ha perdido capacidad de sumar intereses y perspectiva, es decir: ha perdido la capacidad de construir bloques de identificación y carece de todo potencial imaginario'. El único programa que ocasionalmente moviliza a la ciudadanía es la defensa de los intereses inmediatos de cada uno. Y estas crisis de rechazo -o de desesperación-, como dice Sarlo, no tienen que hacernos entrar 'en la ensoñación optimista, creyendo que en cada barrio de capas medias hay una resistencia que fácilmente puede convertirse en movilización transformadora'. Cunde el descrédito de lo público y la indiferencia. Y en este océano el dinero es la medida de todas las cosas, porque es el único criterio de objetivación disponible.

Porto Alegre tiene el valor de visualizar la voluntad de alternativa. Es decir, de explicar al mundo que hay gente que se niega a aceptar que el camino lo marque exclusivamente el dinero. Y tiene también la virtud de devolver la política al primer plano, precisamente cuando los gobernantes conservadores -y no tan conservadores- creían haber erradicado ya este estorbo, por lo menos en el Primer Mundo. A partir de aquí todo es confuso y es difícil separar el grano de las nuevas ideas y los nuevos movimientos de la paja de la retórica de algunos antiguos combatientes, reanimados al ver que un nuevo fantasma recorre el mundo. La tentación de la enmienda a la totalidad pervive en algunos nostálgicos del izquierdismo que se resisten a aprender que ésta es la mejor manera de que no cambie nada, 'de paralizar los esfuerzos de los que quieren construir una acción, de destruir la idea misma de comprometerse en una relación conflictiva con otros actores', como ha escrito Michel Wieviorka. La distinción entre globalizados (los de Porto Alegre) y globalizadores (los de Davos) nos retrotrae al discurso redentor de las vanguardias y a las dialécticas simplistas de buenos y malos, y perfila el mito de un nuevo sujeto histórico del cambio, que se atribuye una representatividad que la inmensa mayoría de los globalizados no le ha dado. Aunque la parte maldita, la tendencia del presidente Bush a parapetarse también en el simplismo ideológico -quien no está conmigo está contra mí-, contribuya a normalizar esta retórica, vestida de emancipadora, del amigo y el enemigo.

La unión hace la fuerza y en la acumulación primitiva de personal movilizado no hay que ser demasiado escrupuloso con los aliados, o por lo menos eso dice el cinismo estratégico para la revolución así como para la gran coalición, pero en el amplio panel de Porto Alegre no todo es izquierda social emancipatoria. También hay buenos dosis de pasado: comunismo irredento, corporativismo, nacionalismo de terruño, proteccionismo al servicio de Arcadias imposibles. Material ideológico de derribo para un monumento a los reaccionarios de cada casa.

De momento, sin embargo, lo importante es que Porto Alegre está ahí para significar que las cosas se pueden hacer de otras maneras. Y que hay gente dispuesta a resistir a las imposiciones que se presentan como realidades incuestionables. El empeño de los más lúcidos ha permitido entrar en el terreno de las propuestas concretas. Y es bueno que la voz del pensamiento crítico no se pierda en discursos teológico-políticos, a los que la vieja izquierda es muy dada, en un momento en que el pensamiento conservador ha derivado hacia una verdadera metafísica idealista de mercado.

Y si Porto Alegre está ahí y la prensa le hace caso es porque la percepción de que el unilateralismo global no es la mejor vía está cundiendo. Ha llegado incluso a la otra cumbre, la de Davos-Nueva York. La que reúne a las élites del sistema global, en la que no consta que se haya oído una mínima voz de autocrítica del FMI después de la cadena de desastres acumulados por sus políticas impuestas (en Argentina, por ejemplo), que, en palabras de Joseph Stiglitz, 'han socavado a las democracias emergentes', con el consentimiento de todos los garantes del orden global. Resulta realmente penoso que tengan que ser voces como la de Bill Gates o la de Georges Soros, y no las de los dirigentes políticos -con muy pocas excepciones-, las que adviertan de los riesgos del camino emprendido. Al fin y al cabo, lo que ellos, los que más poder globalizador tienen, están pidiendo es simplemente política. Es decir, que algún poder -y sólo puede ser el político- vele por los intereses generales, que ellos ya velan por los suyos. Se dirá que en la boca de estos dos hiperglobalizadores es cinismo. Puede que sea simplemente egoísmo del que sabe que la voracidad globalizadora dejada a su suerte sólo puede conducir al caos. En cualquier caso, el ridículo es para los políticos, tan entregados al poder normativo del dinero que son incapaces de defender lo suyo: la política. Y después se quejan de que la gente les pierda el respeto y tenga pereza a la hora de ir a votar.

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