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Columna
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Cierre

Sin duda, las palabras de Aznar a propósito del alcance de la doctrina autonómica oficial de los conservadores no contienen nada nuevo ni sorprendente; en la premonitoria declaración de intenciones que fue la LOAPA, redactada al alimón por el centro-derecha ucedeo y el PSOE, que el TC enmendó a la luz de una Constitución bisoña que por entonces arrojaba generosidad sobre los propósitos de los termidorianos de la transición, se tornaba en norma la cuaresma que había de seguir al carnaval autonómico.

Desde entonces, y guiados por la lógica de dar tanto poder a los propios (PP, PSOE) como a los extraños (PNV, CiU, CC), primero el PSOE y después el PP contribuyeron a la práctica del Estado de las autonomías completando vía transferencias lo que de manera cada vez más convincente aboca a hacer poco menos que imposible la anunciada y siempre pospuesta reforma de los Estatutos y la consiguiente adaptación del Senado a una de sus previstas funciones como cámara de nacionalidades y regiones, es decir, su nula voluntad política de abordar cambios cualitativos en la materia.

Cuando Aznar tronó el domingo desde su caleidoscópico púlpito señalando la nómina de caminos vedados para el futuro de la descentralización política no hizo sino cumplir con el sueño compartido durante tantos años con el PSOE de anunciar la liquidación de las vanas expectativas que alimentan los nacionalistas vascos, catalanes, gallegos, valencianos... e, incluso, algunos sectores territoriales del propio PSOE de dar nuevos pasos, o bien en sentido soberanista, o bien en clave de federalización -simétrica o asimétrica-, o, simplemente, abriendo un proceso de reforma constitucional que pudiera repercutir luego en un mayor rendimiento del modelo autonómico.

Ni apertura de un nuevo proceso constituyente (les dijo especialmente a los nacionalistas vascos en su conjunto), ni federalismo simétrico (le dijo a Maragall), ni asimétrico (le dijo a CiU), ni soberanismos territorializados (les dijo a todos los nacionalistas de nación diferente a la española), ni aventuras en materia de distribución territorial del poder. He aquí, pues, la culminación coherente de lo que empezó con los arrepentimientos pactados en la LOAPA y siguió con una práctica guiada por las conveniencias partidarias más que por la construcción de un modelo verdaderamente innovador, tendente a la cohesión y superador, si cabe, de la pervivencia de conceptos soberanistas que la flamante UE está relativizando a la carrera, desmintiendo, por cierto, a Herrero de Miñón cuando afirma que la construcción europea constituye un metafórico retorno del feudalismo, y dando la razón al último Habermas, que pide ya una Constitución para Europa, que sería el verdadero y único sujeto soberano donde se disuelva la España que se parapeta frente a sus nacionalidades, a la vez que éstas encuentran allí el recurso semántico para la necesaria modernización de su léxico político reivindicativo y una mejor ubicación de sus innegociables.

Que este cierre patronal se ofrezca a la par que una potenciación del poder local hace sospechar que se quiere enfrentar ahora al mundo local con la voracidad del autonómico, para embarcar a éste en una batalla insidiosa entre autonomismos excesivos y centralizadores y pobres y siempre burladas expectativas del poder municipal.

A eso, se le debe llamar cierre sin indemnización. Una perla, vamos.

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