La cultura interrumpida
La cultura catalana tiene hoy un peso internacional mucho menor que el que tenía al principio de la democracia. Al Gobierno de Jordi Pujol sólo le ha interesado consolidar una televisión pública en catalán totalmente dócil, reduciendo la cultura a reivindicaciones esporádicas como 'Harry sí, Warner no', como si una multinacional foránea tuviera algo que ver con la inexistencia de un espacio cultural catalán y si de doblar una película dependiera la consistencia de una lengua. Ningún campo de la cultura -la literatura, las artes plásticas, el cine, la arquitectura, el diseño, ni siquiera la moda- ha conseguido disponer o consolidar un espacio propio de debate, exposición y proyección internacional. Tenemos menos peso fuera de Cataluña, y pensar, crear y escribir en catalán es cada vez más un obstáculo para trascender al exterior.
Los barceloneses viajan a Bilbao, Madrid o Valencia cuando quieren ver exposiciones importantes
Pero si este desinterés programático de la Generalitat de Cataluña por la cultura es algo sabido en un gobierno que sólo prima la transacción política, la economía y las infraestructuras, es más sorprendente que también se vaya instalando en la manera de hacer del Ayuntamiento de Barcelona, en cuyas actividades cada vez predomina más la inercia y una concepción de la cultura epidérmica y efímera. Son muchos los síntomas de ello.
En 1991 se eliminó la Biennal de Joves y ahora se ha inventado la Trienal de Arte, que en una edición cero realizada el pasado 2001 y denominada Barcelona Art Report ha pasado casi inadvertida a la mayor parte de la ciudadanía. Reconociendo la calidad de buena parte de las exposiciones y actividades presentadas, se ha caído, sin embargo, en muchos de los vicios endémicos de nuestra cultura oficial: errónea elección de la persona responsable, falta de previsión e improvisación, escasez de presupuesto, programas montados como suma de lo que ya estaba previsto.
Otra prueba es que el Museo de Arte Contemporáneo (Macba), un centro que ha conseguido funcionar adecuadamente y que ofrece exposiciones de alto nivel internacional, tenga su presupuesto congelado durante los últimos años. Si el interés de sus actividades es reconocible -por ejemplo, la presentación de la colección Onnasch ha sido considerada una de las exposiciones más importantes en el panorama global de exposiciones y museos-, el caso del Macba nos hace pensar que aquí, cuando una institución cultural, después de mucho esfuerzo y tanteos, consigue funcionar, se trata de que no sobresalga.
Por otra parte, la propuesta de concentrar los museos de artes útiles en el denominado Gran Museo del Diseño o Cripta de la plaza de las Glòries -que más bien deberíamos llamar plaza de los Horrores- es otra muestra de penalización a la cultura. Queda claro que un lugar privilegiado como Miramar es para los hoteles privados y que un ruidoso y polvoriento nudo de avenidas y aparcamientos es para los museos, facilitando así el acceso masivo de los tour operators. Siguiendo otro de los vicios locales, el museo ya dispone del proyecto arquitectónico de Martorell-Bohigas-Mackay antes de que se tengan criterios de cómo funcionarán sus contenidos. Lástima que se haya perdido la ocasión única de promover un museo de nueva planta adecuadamente, cuando, además, no está claro que Barcelona salga beneficiada de que una red de pequeños museos dispuestos por la ciudad, que ahora enriquecen su trama, se agrupen en un macromuseo en el nudo de las Glòries.
Para quien quiera más pruebas del interés real por la diversidad cultural sólo hace falta que piense en cómo dicho concepto es interpretado en el proyecto del Fòrum 2004: de manera elitista, exclusiva y de espaldas a la ciudadanía; sin atender a los aspectos de búsqueda, investigación, debate, participación, crítica y rigor de la cultura y sólo explotando sus vertientes de espectáculo, entretenimiento, consumo e industria cultural.
Así las cosas, los barceloneses interesados en el arte y la cultura ya están acostumbrados a tomar el avión, el tren o el coche y desplazarse a Madrid, con su constelación de grandes museos; a Bilbao, con el Guggenheim; a Santiago de Compostela, con el CGAC; o, especialmente, a Valencia, donde el IVAM sigue presentando las exposiciones de visita obligada; sin ir más lejos, la última, una magnífica e imprescindible sobre el arquitecto mexicano Luis Barragán, que en Barcelona, pretendida ciudad de la arquitectura, no se verá.
Es sintomático que los responsables culturales de la ciudad estén tan satisfechos de ser distintos, lejos de la burocracia parisiense que prepara de manera consensuada los proyectos de museos con previsión de años o de las instituciones londinenses que, protegidas por organismos imparciales como el Arts Council, han ido reformando y ampliando paulatina y sistemáticamente sus grandes museos.
En el libro La ciutat interrompuda, el escritor Julià Guillamon despliega un magnífico fresco sobre el fondo literario de Barcelona y da un repaso panorámico a la paulatina integración de la cultura catalana alternativa, renovadora e imaginativa de las décadas de 1970 y 1980 en una especie de parnaso de funcionarios, en una sociedad cada vez más precaria culturalmente, sin memoria ni referentes.
En esta situación de cultura interrumpida, nuestros políticos olvidan que lo que puede otorgar cohesión a una sociedad y permitirle que avance y se modernice es la existencia de espacios culturales, ágoras ciudadanas, masas críticas, potentes lugares para que la colectividad reflexione, se piense a sí misma y asuma los cambios y las transformaciones.
Josep Maria Montaner, arquitecto y catedrático de la ETSAB-UPC.
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