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Columna
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Un peso en el estómago

La metáfora del comedero y las gallinas ha servido durante unos días para dar la sensación de que algo se mueve en el alma catalana. Toda ficción de movimiento es bienvenida en estos largos años de espera (cada vez más inútiles y más paralizantes). Si en tiempos pasados las metáforas de Pujol animaban el discurso ('pal de paller', 'peix al cove'), la última metáfora ya sólo ha provocado impacto teatral. Es tan evidente que la partida ha ya finalizado, es tan evidente que el tiempo presente no es más que prórroga del tiempo agotado, es tan evidente que el discurso pujolista es improductivo, que sólo el histrionismo consigue mantener la ficción de que algo pasa o podría pasar. No pasa nada. No puede pasar nada. Pero la cólera ronca de Pujol no es irrelevante: ya sin efectos políticos, sirve de esparcimiento. Ya no es catártica, sino una parodia de catarsis. Consuela a unos como una copa de vino peleón. Molesta a otros como un dolor reflejo. Agotada la capacidad de generar ideas y de fomentar una dinámica original, la política catalana se está convirtiendo en una telenovela de sobremesa. Que la cólera de Pujol sea sincera o teatral, no importa. Lo importante es que funciona como una imitación novelesca de una realidad perdida. Podría perfectamente formar parte de estas versiones desnatadas de la historia que se han puesto de moda: Temps de silenci o Cuéntame. Cuéntame cómo se indignaba el abuelo ante los micrófonos.

Me interesa precisarlo: no estoy juzgando la sinceridad de las palabras de Pujol. Ni su indudable capacidad para cohesionar importantes segmentos de la sociedad catalana. Ni tan siquiera la posibilidad de que su heredero, Artur Mas, pueda exprimir electoralmente el gastado limón del victimismo. Intento describir la función política del nacionalismo ante el nuevo paisaje de fondo. Más allá de la espuma que genera la cada vez más pequeña política catalana, la función de Pujol y de su discurso nacional es crecientemente decorativa, trivial. El proceso de trivialización de Pujol no es solamente fruto de su dependencia del PP, del desgaste de los años, del empate con Maragall o de su próxima jubilación. Es consecuencia también de la progresiva trivialización de Cataluña. El país está perdiendo peso en el contexto hispánico. Preciso: no digo que pierda peso económico (en este sentido los datos de los expertos son contradictorios). Digo que, en el contexto español, la importancia de Cataluña decrece, se relativiza. Y no sólo por la fenomenal emergencia de un Madrid que ha sabido añadir a su tradicional fortaleza capitalina una muy visible capacidad de aprovechar las corrientes económicas modernas, sino también por el fantástico desarrollo que ha experimentado toda España en general (lo que ha acarreado, por cierto, un pavoroso desmadre ecológico) y, en particular, algunos de sus territorios periféricos: Valencia y la costa gallega, principalmente.

En este contexto, la propuesta de Aznar reposa como una bola de hierro en el estómago del nacionalismo catalán. Es algo más que una indigestión preelectoral, algo más que un mal trago táctico. Muchos, por otro lado, han confundido la propuesta de Aznar con la talla política de Aznar (bastante más sólida de lo que las fáciles caricaturas catalanas imaginan, pero bastante menor de lo que el actual boato madrileño destila). La propuesta ha caído como un peso muerto en el estómago del nacionalismo (y por extensión metonímica, en el estómago de Cataluña) porque pone en evidencia la desnudez de algunos tópicos catalanes no muy usados en la retórica oficial, aunque importantes en la conformación del espíritu catalán más vulgar. Uno de ellos reza que Cataluña es la antesala de Europa, es decir: la patria del trabajo, el ahorro, la empresa y la cultura, mientras que la patria de los españoles es la de los funcionarios y cortesanos, de los conquistadores, pícaros y militares. Es una caricatura que nadie firmaría en público, pero que ha funcionado como argamasa visceral de un cierto catalanismo. Si la vieja realidad de España (la caspa del franquismo, por ejemplo) facilitaba la creación de tales fantasías, la realidad de una España moderna, innovadora, industriosa, emprendedora, en crecimiento constante, las enmienda a la totalidad. Otro tópico en crisis definía a Cataluña como un país maniatado que, en cuanto recuperara su libertad, demostraría una gran capacidad gestora. Pues bien: después de 21 años de autonomía, la decepción es visible. Lo único formidable es la publicidad institucional. Molt per fer, molt per viure. La Administración catalana es, cuando menos, tan ineficaz como la española, tan enchufista, centralizada y arbitraria. E incompetente: la infinita constancia de la peste porcina es casi simbólica. A lo mejor, los catalanes somos más chapuceros que nuestros vecinos peninsulares.

También Artur Mas usa metáforas. En su discurso de entronización se refirió a las 'flores del alma' que piensa cultivar para dar sentido a su acción política. Lo afirma precisamente cuando las flores nacionales empiezan a perder su perfume. Podrán las flores cultivarse en invernáculos. Incluso en imitaciones de plástico, podrán servir para ganar elecciones. El zumo del resentimiento es fabulosamente sugestivo. Pero hay mar de fondo en Cataluña. Se está fraguando una nueva corriente histórica. La uniformidad económica española, las inercias europeas, la emergencia de sectores emprendedores en el cinturón barcelonés están jubilando la vieja idea de Cataluña. La que, en el siglo XIX, nació del choque de intereses entre la realidad industrial catalana y la España agraria y carpetovetónica. Cataluña ya no es el motor de la España moderna. Lo que la realidad demanda no son invernáculos sentimentales, sino un enérgico, severo y sincero autoanálisis. Mientras unos se refugian en la vieja retórica, otro, más listo o más cínico, está preguntando para qué sirven las flores del sentimiento si le llevan a uno a un callejón sin salida.

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