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Columna
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Sobrevivir

Igual que en la política, en la literatura es necesaria cierta perspectiva. El tiempo tiene la última palabra y a menudo desbarata pronósticos, deshace testamentos y pone a cada cual en su lugar. Es difícil dejar atado y bien atado el futuro de un país, de un partido político o una obra literaria. Saber quién va a quedar, qué poeta o novelista conseguirá una plaza, un modesto adosado o un chalé con piscina en el Parnaso es tan difícil como acertar un pleno de la loto.

Hasta 1927, el divino y letal Luis de Góngora fue tenido en España por un trasto perfectamente inútil y de escaso interés literario. Tres siglos se pasó purgando su soberbia en el ángulo oscuro del salón de los vates perdidos. Puede pasar lo mismo con el fiambre de lujo de Cela. Puede pasar de todo -y, sobre todo, puede pasar el tiempo y pasará- sobre la enorme losa que cubre su ataúd de madera de boj. Esa pesada losa (que recuerda a la de otro gallego enterrado en el Valle de los Caídos) puede terminar siendo (o no, quién sabe) una metáfora bien poco poética.

De lo que sí podemos opinar es de lo que hemos visto. El entierro de Cela en Iria Flavia no tiene vuelta de hoja. Nacemos y morimos, igual que en la canción, solamente una vez. Don Camilo se ha ido y todo el mundo sabe cómo ha sido: entre ministros, gaiteros y fotógrafos de la prensa rosa y apenas escritores (mi querido Luis Alberto de Cuenca -como poeta de guardia del PP- arrimó el hombro al féretro para dar a la cosa cierto charme). Apelar a la envidia, como seguramente haría el muerto, es un recurso fácil para explicar el desafecto que el jocundo escritor había cosechado con verdaderas ganas en los últimos y penúltimos tiempos.

El suyo ha sido un mutis entre valleinclanesco y felliniano. Un esperpento familiar que, presidido por la desconsolada viuda del marqués, todavía colea (y coleará) en la prensa del hígado. El hijo del difunto denunciaba que Marina Castaño (o Mercante, según sus detractores) ordenó que le echaran del sepelio. Sus amigos de la jet no le olvidan. Lo malo es que le olviden los lectores, lo cual sería injusto.

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