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Crónica:Camilo José Cela | APROXIMACIONES
Crónica
Texto informativo con interpretación

El escritor de la posguerra

José-Carlos Mainer

Camilo José Cela ha encarnado, como nadie, la literatura española de posguerra. No se piense que lo enuncio como demérito y que a renglón seguido ha de venir el recuerdo, ciertamente poco glorioso, de la redacción de un capítulo del libro Laureados de España, de los pasos como censor o del ofrecimiento de servicios de delación político-literaria. Se trata de otra cosa. Lo que importa es que Cela construya la primera carrera de escritor profesional entre 1939 y 1975: la empieza saliendo en cada número de La Estafeta Literaria, publicando hasta dos libros a la vez, escribiendo donde se tercie y más luzca, administrando los escándalos (que siempre tienen algo de oculta pedagogía) y, en un momento dado (el de la Academia, el de la fundación de Papeles de Son Armadans), sabiendo ir más allá del mundillo corraluno del momento.

Carecemos de una exploración del mundo moral de Cela que vaya más allá del aspaviento melindroso
Se parece a Quevedo en la falta de miedo a los límites del sarcasmo y del odio y en la pésima elección de valedores
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La posguerra fue tierra quemada donde toda jactancia y banalidad eran posibles, pero también fue una terca voluntad de reanudamiento. Cela había tomado, al respecto, dos importantes decisiones: leerse toda la Biblioteca de Autores Españoles y trabajar con denuedo. Y a comienzos de los cincuenta podía escribir que 'me considero el más importante novelista español desde el 98. Y me espanta el considerar lo fácil que me resultó'. Ni lo uno fue un tonto empecinamiento, ni esto es una pura baladronada con algo de ingenuidad desarmante. Para Cela, que siempre tuvo bulimia de palabras, la literatura es lenguaje y el lenguaje, sedimentos de voces. Y todo estaba en la Biblioteca. Siempre le gustaron los almacenes culturales donde se equilibran el azar y el orden, la inventiva y la sistematización: las enciclopedias, los diccionarios, las etimologías, las cronologías. Y, por otro lado, Cela quiso continuar la tradición intelectual de eso que llamamos 'el 98'. De Pío Baroja tomó la ternura híspida, el gusto subterráneo por la violencia, el capricho de la estampa y la vitrina heteróclita como forma de presentación del mundo. Con el tiempo, Cela tuvo también una casa de escritor, una nueva Itzea, y cultivó el malhumor y la arbitrariedad. De Valle-Inclán heredó la pasión por el lenguaje, una forma imaginaria de ser gallego y la pasión por reelaborar sus orígenes: ¿el nombre de 'Camilo José' no suena a 'Ramón María', como éste suena a François René (de Chateaubriand)? ¿Y la invención de 'Iria Flavia' no recuerda la preferencia de Valle por Puebla de Caramiñal frente a Villanueva de Arosa?

La alta posguerra no fue un erial. Creó referentes muy significativos en el campo de la cultura. A ella debemos el notable desarrollo del ensayo universitario de divulgación. Y la conformación de una estética neocasticista: en ella cuentan los pintores de la 'Escuela de Madrid' y Rafael Zabaleta, la música de Joaquín Rodrigo, el tono de nacionalismo intelectual del Instituto de Cultura Hispánica y la arquitectura rural de Colonización. Y la estilística como forma de análisis literario: Dámaso Alonso es el nombre imprescindible. Cela tuvo mucho que ver con todo ello: fue un excepcional articulista, un inventor de la estética de España y suscitó un bello libro sobre su estilo, el de Alonso Zamora Vicente. Todo fueron formas de manierismo y, a fin de cuentas, del triunfo de la literatura.

Si repasamos ahora los primeros títulos del escritor, tenemos la impresión de asistir a unos fuegos de artificio, a una cabalgata de búsquedas... y de rescates. La familia de Pascual Duarte tiene mucho que ver con la estilización rural que lleva la huella de Lorca y Valle-Inclán, pero también con un cierto humor neocastizo de nueva planta. Para que nadie creyera que sólo ésa era su maniera, Pabellón de reposo enlazó con la fantasía de vanguardia y el neorromanticismo, al modo de las novelas de los años treinta. Y Pisando la dudosa luz del día fue -ni más ni menos- un libro surrealista, directamente arrancado de aquel decenio. Pero si Nuevas andanzas de Lazarillo de Tormes regresó al remaniement castizo de la narrativa picaresca, Viaje a la Alcarria, en cambio, descubrió la sencillez (¡qué calculada!) y la piedad. Puede que todavía hoy sea su mejor libro, de no ser porque casi inmediatamente detrás vino La colmena. Que es, como todos, un texto profundamente equívoco. Se suele pensar que brota de la indignación y la denuncia, pero, en rigor, entronca más con la danza de la muerte, con un carrusel más medieval que moderno y más fatalista que neorrealista. Ya se ha apuntado que el Pascual Duarte está más cerca de la invención que de la fidelidad, del arte que de la vida.

Pasaron los años. En 1969, ante un país distinto, San Camilo 1936 rondó la parte más dolorosa de una autobiografía colectiva y halló en la exploración una inequívoca sensación de culpa. Como sucede en un libro muy poco leído, Oficio de tinieblas 5, y en otros dos más recientes, Mazurca para dos muertos y Cristo versus Arizona (que emparenta a lo lejos con Mrs. Cadwell habla con su hijo). ¿Culpa, he dicho? La obsesiva presencia de la muerte, las liturgias de la crueldad, la proclamación de una sexualidad tan ominosamente ligada al incesto, al estupro y al desprecio, ¿no serán ceremonias para aplazar la responsabilidad y el descubrimiento del vacío? Todavía carecemos de una exploración del mundo moral de Cela que vaya más allá de lo anecdótico y del aspaviento melindroso... Valdría la pena ponerse a ello. Suele asociarse a Cela con Quevedo por mor de la fuerte preponderancia del estilo sobre cualquier otra cosa (todo estilo es la representación de un infierno). Pero también se parecen en otros órdenes: en la falta de miedo a los límites del sarcasmo y del odio, en la (a menudo) pésima elección de valedores, en el orgullo casi satánico, en haber vivido muy dentro de épocas turbias, en haber sabido disimular un profundo nihilismo con una superficie de comicidad y una dramática vulnerabilidad con una máscara de violencia.

Juan Goytisolo ha contado -con muy mala intención- cómo Cela quiso obtener fotografías de su entrevista con Jean Paul Sartre... y una botella de coñá firmada por el autor de La nausée (En los reinos de taifas); Italo Calvino ha dejado un retrato cruel de sus pretensiones como 'escritor internacional' en las reuniones de Formentor a comienzos de los sesenta (Los libros de los otros. Correspondencia (1947-1981). No ha creado escuela, con alguna excepción. Como Quevedo, ha tenido imitadores y también, como Quevedo, ha sido a veces uno de ellos. Pero ahora nada debe impedir que Cela crezca todavía más: no hay muchos escritores que construyan, por sí mismos, toda una literatura; tampoco hay demasiados que representen la totalidad de una época. Y, a la postre, nadie tiene la culpa de cuál fue la suya.

JOSÉ LUIS VERDES

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