Volver al Sur
Madrid vista desde el corazón de un andaluz es una ciudad que sobrepasa en todos los aspectos. Todo es excesivo. Manadas de coches que recorren con desaforada impaciencia avenidas cuyo fin nunca se adivina; edificios enormes que intimidan a quien siempre vivió acostumbrado a otras proporciones; hormigueros subterráneos que agujerean las entrañas de la urbe y de los que entran y salen gentes siempre apresuradas... Siempre he creído que la mente no puede asimilar de una sola vez una cantidad tan brutal de información.
El problema de Madrid es que sus dimensiones hacen que sea complicado que puedas llegar a sentirte como en casa. Cuando salgo a la calle, lo hago con una perenne sensación de intranquilidad por no poder abarcar cuanto me rodea.
Cuando alzas la vista al cielo y compruebas que una inmensa y grisácea nube de polución envuelve hasta el último recoveco, sientes la angustia de vivir en una inmensa burbuja ponzoñosa de la que deseas huir a la más mínima ocasión.
Aquí no existe la cultura de la calle, porque el clima es duro y áspero. Tampoco existe la paz de un momento sin prisas. El mayor enemigo de Madrid es su frenético ritmo. Parece como si los relojes del tiempo hubieran conseguido embelesarnos hasta eliminar cualquier tipo de atención a otros elementos. Las agujas y el tic y tac copan nuestros sentidos. Corre, corre, corre -parece susurrarte la (in)consciencia-. Madrid es un cronómetro gigante que mide nuestras pulsaciones desde que despertamos hasta que nos dejamos engullir por la cama en el cansancio acumulado a lo largo del día. Y es absurdo creer poder estar al margen de esta esquizofrénica danza colectiva.
En Madrid se respira de otra forma. Y se siente menos. Apenas disfrutan de lo que hacen en cada instante porque ya están pensando en lo que intentarán hacer después. Es como intentar vivir el futuro a través del presente, sin vivir, en definitiva, ni una cosa ni otra.
Ni siquiera el metro descansa. Ahí abajo se desarrolla una paradigmática recopilación de cuanto acontece alrededor. Las escaleras, la gente, los vagones, las papeleras e incluso los carteles de publicidad están en continuo e incesante movimiento. Incluso cuando tú estás paralizado por un repentino ataque de inactividad. No es posible fijar la vista sin moverte al mismo tiempo. Madrid no concede ese privilegio.
Cuando viajo hacia el sur, conforme me aproximo, mi corazón vuelve a latir más despacio, adaptando sus ondas a las de la tierra que me vio nacer. Y al avistar las llanuras labradas del campo andaluz, vuelvo a sentirme tranquilo y embriagado por un tesoro inestimable, pues, entonces, dejo de adelantarme al momento que me toca vivir, mi perfil se adapta nuevamente a su silueta originaria, y, finalmente, ya no me veo borroso, porque el tiempo deja de ser jinete para convertirse en montura. Y soy yo quien lleva las riendas.
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