'Elogio de la debilidad': la lucha por la dignidad de un joven paralítico cerebral
La vida del joven suizo Alexandre Jollien es un descomunal canto a la vida. Nada más nacer le diagnosticaron una parálisis cerebral, lo que en una sociedad como la actual le auguraba un futuro sin esperanza. Su tremendo afán de superación y la confianza que sus padres depositaron en él le han convertido en un estudiante aventajado de Filosofía y en autor a los 24 años del libro Elogio de la debilidad, un best-seller en Suiza, galardonado por la Academia Francesa con el premio Mottart de ayuda a la creación literaria. El libro está planteado como un diálogo entre Sócrates y el joven autor, en el que explica su experiencia vital como paralítico cerebral.
Dicesiete años de su vida, de los tres a los 20, los pasó en un centro especializado en paralíticos cerebrales, alejado del calor de su familia, pero allí aprendió de sus compañeros, algunos postrados en cama y privados del habla, a no escatimar esfuerzos para aprender lo que él llama 'el oficio de hombre'. Hasta los nueve años sólo podía desplazarse gateando. El día que logró andar erecto se sintió el ser más feliz del mundo. El episodio gozoso de sus primeros pasos lo celebraron con entusiasmo sus compañeros desde la inmovilidad del lecho. La esperanza que para ellos suponían sus avances le daba fuerzas para seguir superándose.
El deseo de avanzar le llevó, pese a las caídas constantes, a aprender a ir en bicicleta
En su libro, editado por RBA Editores, Jollien cuestiona el trabajo de los cuidadores y de los expertos, que, con frecuencia, se conforman con el bienestar de los enfermos sin aspirar para ellos a otro destino distinto del que se presupone para una persona con serias limitaciones.
El deseo de avanzar llevó a Alexandre a cometer osadías que sus médicos desaconsejaron categóricamente, por ejemplo montar en bicicleta, como hacían los chicos de su edad. Contra todo pronóstico, y con perseverancia, sin desfallecer por las caídas, comprobó que podía deslizarse sobre aquel maravilloso artilugio a una velocidad insospechada. Nunca olvidará la sensación que le produjeron aquellos paseos en bici y las miradas atónitas de sus vecinos, acostumbrados a sus torpes pasos, al reconocerle sentado en el sillín.
Alexandre Jollien nació el 26 de noviembre de 1975 en Valais (Suiza). Durante el parto el cordón umbilical se le enredó en el cuello y le causó una asfixia. Su madre le contó que vio salir de su vientre un bebé totalmente negro que no lloraba. '¿Está muerto?', exclamó. Y la enfermera respondió. 'No, pero no sabemos si va a tener un buen fin'. 'Para mi madre, la palabra reanimación significaba una ventana abierta a la esperanza'. Su madre no paraba de gritar: '¡Que viva, que viva! No importa cómo, pero ¡que viva! Con tal de que viva, lo aceptaremos como venga!' Ese entusiasmo por vivir no ha abandonado a Jollien ni en los peores momentos.
El joven filósofo es un defensor de la integración de los niños discapacitados en escuelas ordinarias. Sabe por propia experiencia que al principio es duro, pero lo importante es aprender a afrontar las limitaciones y a sobreponerse para avanzar. Dice que nunca llevaría a un hijo suyo a un centro como en el que pasó 17 años de su vida, aunque no culpa a sus padres por ello porque sabe que no tenían otra opción.
Miembro de una familia obrera, sólo lamenta los años que estuvo separado de ella envidiando en silencio al anochecer la suerte de otros niños que dormían en sus casas tras compartir con sus familiares momentos que a él se le antojaban 'preciosos'.
No teme que el éxito alcanzado por su opera prima se le suba a la cabeza, porque, afirma que, aunque con el libro le pasó como a Cenicienta, enseguida constató que sigue teniendo las mismas dificultades de siempre para moverse y para hablar. Tampoco cree que, de ahora en adelante, vaya a tenerlo más fácil: 'Las personas como yo nunca podemos relajarnos y constantemente debemos esforzarnos'. Para ilustrar sus palabras desgrana ejemplos de lo duro que resulta desenvolverse en el mundo de 'los normales': cuando entra en un restaurante con un amigo, el camarero le pregunta siempre al otro lo que va a tomar y nunca a él directamente. Si va a comprar un billete de tren, la gente desconfía al oír su habla balbuceante y piensa que se ha escapado de algún centro mental.
Bromea diciendo que en tiempos de Platón era aún peor: 'A los que eran como yo los mataban, lo que no evita que me encante Platón, aunque discrepe sobre ese particular', precisa socarrón.
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