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Columna
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Reputación

Enrique Gil Calvo

El próximo fin de semana se celebra el congreso del partido en el poder, destinado no sólo a glorificar al líder, reforzando la cohesión de su cohorte, sino sobre todo a rediseñar la imagen que ofertará en el resto de legislatura, a fin de recuperar la confianza del electorado quizás erosionada por el desgaste del poder.

En la primera mitad de un mandato se puede gobernar con audacia asumiendo riesgos inciertos sin temor a defraudar a los votantes, pues las elecciones quedan tan lejos que seguramente nada de cuanto suceda se recordará después. La reelección sólo está en juego durante la segunda mitad de la legislatura, lo que exige prudencia al gobernar para no provocar innecesaria-mente la desconfianza de los electores.

Por eso este congreso intentaba dar la imagen de tener todo atado y bien atado, creando la impresión de que el partido gobernante es tan sólido y seguro que se puede confiar en él sin temor a errar. De ahí el empeño en no abrir la cuestión sucesoria, pues tan incierto debate resultaría inoportuno al sembrar dudas sobre el futuro desenlace.

Pues bien, todo esta pompa congresual corre el riesgo de desvanecerse como un castillo en el aire ante las dos amenazas que acaban de presentarse ante sus puertas. El primer reto es la proposición de Cascos para limitar el liderazgo en el partido a dos mandatos, de acuerdo al modelo estadounidense, lo que implica una forma indirecta de plantear la cuestión sucesoria.

Señalaré de pasada que su propuesta me parece acertada, pues así se reduce el riesgo de caer en el abuso de poder, peligro que es muy elevado en nuestro sistema político, presidencialista en la práctica aunque formalmente parlamentario.

Es verdad que la medida presenta el inconveniente de que el presidente goza de irresponsabilidad política durante su segundo mandato, al no tener que volver a presentarse ante sus electores a rendir cuentas por su ejercicio del poder. Pero a cambio, esto permite que los presidentes salientes eviten caer en demagógicos electoralismos, pudiendo tomar decisiones impopulares pero necesarias a fin de pasar a la historia sólo por la reputación de su buen gobierno.

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Por supuesto, nada de esto explica la propuesta de Cascos, quien sólo busca defender los intereses sindicados de la vieja guardia fraguista que encabeza, y que teme ser puenteada por el tapado de Aznar en la lucha sucesoria que se avecina. Y al hacerlo, Cascos está poniendo precio anticipado a su jubilación de la cúpula, a sabiendas de que su propuesta no va a prosperar en el congreso.

Aznar lo impedirá, pues se quiere retirar sólo por voluntad propia y no por prescripción estatutaria, lo que carecería de mérito. Así demostrará que cumple la palabra que dio cuando no estaba obligado a hacerlo. Y lo que ahora le obliga a retirarse es su palabra personal, en vez de la institucional de su partido, pues si no se retirase perdería su reputación de hombre de palabra, y ya no sería digno de confianza.

La otra amenaza que se cierne sobre el congreso es el caso Alierta, oportunamente denunciado por el escandalizador habitual. Sostiene Thompson que 'los escándalos son luchas por la obtención del poder simbólico en las que están en juego la reputación y la confianza' (El escándalo político, p. 338, Paidós, 2001). La revelación escandalosa levanta el velo de secreto que protege la puesta en escena del poder, desenmascarando los manejos impresentables que se producen en su trastienda (backstage).

Pero ¿a quién pretende desenmascarar nuestro más notorio exorcista de escándalos: al acusado Alierta o al poder que le respalda y al que sirve? Si hay reputaciones en juego, la que más lo está es la de Aznar, cuya máscara escénica finge no tener trastienda, construida como está de una sola pieza, sin carisma, artificio ni componenda.

Por eso, tras los casos Villalonga y Gescartera, el escándalo Alierta supone otra filtración que hace más visible la dudosa trastienda de Aznar, minando su reputación de gobernante invulnerable en el que poder confiar.

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