Último retrato de familia
El libro Conversaciones con Picasso, de Brassaï, que pronto se reeditará entre nosotros, es sumamente valioso en muchos aspectos, además de contribuir al mayor conocimiento de las interioridades del trabajo diario del artista. Por de pronto, en el tramo final de estas conversaciones que se extienden a lo largo de 20 años, entre la década de los cuarenta y la de los sesenta del siglo XX, hay abundantes informaciones sobre la atmósfera política y artística en la que se gestó el Museo Picasso de Barcelona. El lector encontrará observaciones elocuentes sobre las reservas y entusiasmos de Picasso ante su primer 'gran retorno' a la España todavía franquista. También, naturalmente, acerca de la pericia de Jaume Sabartés.
Pero se trata ya, en la práctica, del Picasso que ha abandonado París para emprender su última etapa de la Costa Azul. Antes, el ojo de fotógrafo de Brassaï -cuyo contrato con Picasso proviene, precisamente, de un encargo editorial para fotografiar las esculturas de éste- ha registrado con suma precisión una sucesión de instantáneas en torno al artista más resonante del siglo XX. Apenas es posible llamar la atención sobre unas pocas de estas instantáneas cuando en la mayoría de ellas aparecen personajes que, cada uno de ellos por sí solo, ocupan capítulos enteros de la más reciente historia de la literatura o de la pintura.
Desde nuestras aparentes penurias actuales -y sobre todo desde las penurias parisienses- no deja de resultar impresionante un paisaje en el que cuando no están Matisse, Éluard o Cocteau aparecen Malraux, Leiris o Michaux, o se estrena un divertimento picassiano con Sartre y Camus como actores. En este sentido, el libro de Brassaï es también un dilatado retrato de familia de la cultura de mediados de siglo. Tres momentos de este retrato me parecen hoy particularmente destacables.
El primero refleja la vida intelectual en el París de la ocupación alemana, cuestión candente en los últimos años desde que una revisión a la baja de la Resistencia ha puesto en duda la anterior heroicidad de muchos escritores y artistas. De una imagen casi épica de rebeldía generalizada de los intelectuales contra el nazismo se ha pasado a otra en la que se sugiere una adaptación relativamente fácil al medio, cuando no una abierta complicidad, no de algunos, que ya era sabido, sino de muchos.
El retrato de Brassaï deja al lector con una imagen intermedia, siempre que se acepte que el pintor de referencia es Picasso, una figura ya mundialmente reconocida, y por tanto probablemente intocable, pero también un hombre de abiertas confesiones antifascistas. A su alrededor, la mayor parte de sus amigos vive en condiciones duras, aunque no insoportables. Curiosamente, se habla poco de la situación política y militar pese a que la hostilidad contra los ocupantes está siempre presente. La sensación que proporcionan las páginas dedicadas a estos años -que son las más minuciosas en el libro- es que Picasso y sus amigos tienen ideas consistentes, pero escasa militancia práctica. Esto hace más vistosa la intervención estelar de André Malraux, un revolucionario contrastado y uno de los pocos personajes que despiertan en Picasso una viva admiración.
El segundo momento que he elegido nos traslada a la apoteosis de Picasso, en los años inmediatamente posteriores al final de la II Guerra Mundial. Liberada París, Picasso, erigido un tanto abruptamente en símbolo intelectual de la Resistencia, pasa de ser un artista de amplio reconocimiento internacional a ser el 'genio del siglo XX'. Los comunistas están orgullosos de él; los norteamericanos, también. La cámara de Brassaï capta, con bastante ironía, a la multitud de celebridades que se agolpa en el taller de Picasso.
Los comunistas le llevan honores y los norteamericanos, dólares. Uno de los capítulos más sangrientos del libro cuenta la irrupción en 1946 de uno de estos norteamericanos de maleta repleta, el marchante Samuel Kootz. Ante la estupefacción de Picasso y del siempre impasible Jaume Sabartés, Kootz quiere comprarlo todo, pero no encuentra la pintura del artista 'suficientemente abstracta'. Por fin se queda una docena de cuadros, no sin antes advertir que la pintura del futuro sólo podrá ser abstracta. Como anota maliciosamente Brassaï, para el influyente Kootz ninguna obra era 'suficientemente abstracta'.
Esta anécdota, quizá irrelevante a primera vista, nos introduce al tercer momento del retrato: el de la decadencia que se ocultaba tras el esplendor. Tal vez el lector sienta perplejidad ante la comparación que hace Brassaï del taller áureo de Picasso en la rue des Grands-Augustins, por donde desfila el 'todo París', con la corte de Weimar en la que Goethe recibía al 'mundo del espíritu' de su época.
Creo, sin embargo, que es una comparación brillante porque en ambos templos se oficiaba una culminación y un declive. En el de Goethe, el fin de la cultura aristocrática daba paso a la moderna cultura burguesa. En el de Picasso, el cambio no era menos radical, aunque posiblemente el propio Brassaï es ajeno a las repercusiones de su comparación: allí, tal vez, con una inmensa comitiva de personalidades artísticas, se representaba el fin de la hegemonía cultural europea. En algún sentido, el inmenso talento de Picasso era la cumbre desde donde se entonaba el canto de cisne.
En 1946, mientras regateaba con Sabartés el precio de aquellos cuadros que no acababan de convencerle, el norteamericano Samuel Kootz había expresado con suficiente claridad quién mandaría en el resto del siglo.
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