Venganza viajera
Aquí está otra vez el encanto de lo ya visto muchas veces: carretera entre montañas, chófer de ojos enrojecidos en un Ford Mustang rojo de 1968 con asientos de cuero negro y humo de cigarrillo, el último, y música de guitarra eléctrica en la radio del coche. Lo cinematográfico se mezcla con lo literario en Los Ángeles-Sur, convincente novela negra de Carlos Rubio Rosell (Ciudad de México, 1963). Digo convincente: hablando de novelas negras, lo convincente no equivale a verosímil; las mejores son absolutamente inverosímiles. Hay aquí citas de Calvino, Fuentes, Bufalino, Martí, Brodkey y Cervantes.
Rubio Rosell imagina un viaje de venganza, desde el suroeste de Estados Unidos a Colombia, por la carretera Panamericana. El sol palidece lejano y cansado, la carretera es una angosta lengua de asfalto, dice el narrador, que gusta de la humanización o animalización de las cosas a 180 kilómetros por hora. El héroe se llama Vicente Blanco, El Pocho, y ha salido de Los Ángeles para buscar y matar en el Sur a los narcotraficantes que delataron a su hermano José, también narcotraficante, pero con tendencia a la rehabilitación. Se trata de una historia negro-turística, a través de Guatemala, Honduras, Panamá, hasta Cali, y vuelta, por cordilleras, cafetales, volcanes, lagos, islas y ríos. En un tugurio panameño, la puta Elisa se une al héroe: no saben que van a la inauguración de un hotel de lujo que es un laboratorio de drogas, en Isla Gorgona.
LOS ÁNGELES-SUR
Carlos Rubio Rosell
Círculo de Lectores-Galaxia Gutenberg.
Madrid, 2001 182 páginas. 16,25 euros
El vengador Blanco es chicano, tiene cara de apache, enorme estatura, ojos verdes y empavonados bucles. Es un honrado mecánico, pero también puede robar un coche o matar con un destornillador. Los malvados colombianos no son mala gente, pero sí rencorosa, de mucho amor propio, como casi todo el mundo: les gustan las mujeres, disfrutar y gastar, con simpatía, elegancia e inteligencia, como debe ser, fieles y obedientes al jefe, sin más ambiciones. A uno le torció la nariz un culatazo; a otro lo dejó cojo un tiro, pero sólo se le nota cuando baila la cumbia. Sirven al narcoimperio de Rafael Nasar, empresario modelo dentro de su ramo.
No cansa esta sucesión de kilómetros y aventuras, y Rubio Rosell sabe sobresaltar al lector en el momento exacto: un aguilucho se estrella contra el parabrisas del Mustang, hay un poco de sexo, una redada. Vicente Blanco, hombre de recursos, muy intoxicado siempre, monógamo sucesivo y siempre con una mujer, tiene además sus ideas: Estados Unidos es un país criminal, y, frente a tanto peligro, a los centroamericanos y suramericanos sólo les queda un tronco común, la cultura precolombina, la savia más antigua de América, piensa Blanco.
Así que, después de una velada mexicana en Guaymas, con cocaína, cerveza, marihuana, tequila y béisbol en televisión, Blanco gana en una pelea de gallos los dólares suficientes para seguir viajando y, como el visionario Antonin Artaud, encuentra a un indio tarahumara, llave que abrirá las puertas de los misterios interiores. Con ayuda del peyote, el vengador descubre que todas las razas son un único caudal de sangre. ¿Por qué no reina la armonía entre los seres humanos? La muerte no lleva a ninguna parte y la venganza es inútil: lo que podría haberle dicho un párroco sin salir de Los Ángeles. Entonces piensa en buscar a Samantha y emigrar al Sur, hacia la nueva vida. Ah, pero el demonio vigila, y el ángel de la guarda ya no triunfa ni en las novelas negras.
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