La colmena
En la adolescencia en la que yo luchaba para recomponerme, Camilo era un mito. Un rebelde: un vencedor rebelde, como algunos falangistas de los que creyeron que no había que ser de izquierdas ni de derechas, y que el pueblo estaba esquilmado por la monarquía y los aristócratas. El día en que fue elegido para la Academia, su periódico, Arriba, tituló: 'El Frente de Juventudes entra en la Academia'.
El mito consistía en que era el cronista de los vencidos y, tras su aspecto abrupto, sus disfraces para llamar la atención, su vozarrona, sus desplantes, sus tacos, había escrito el Pascual Duarte, que era la vida de un campesino aplastado desde la idiocia hasta el patíbulo, y que se lo habían prohibido; que había escrito La colmena, también prohibida, que era el relato de los ofendidos, humillados, aterrorizados, reprimidos, hambrientos, y que de ahí salía una ternura extraña a sus maneras. La que luego brotaría en el inolvidable Viaje a la Alcarria.
Ese camino siguió como pudo, hasta agotarse, y aún le dejó con ánimos para tratar de hacer una vanguardia cuyos libros Cristo versus Arizona o el último y pesado Madera de boj no pude terminar de leer. La trayectoria de falangista, censor, confidente, pasó con los años a ser la de cortesano, no sé si le hicieron conde o marqués, palaciego. La vida ahora es demasiado larga, y las contradicciones, demasiado fuertes para que un escritor las soporte. Almas frágiles. Se ve cada día uno de entonces, o de después, que halaga, medra, compra títulos o premios con adjetivos bien encontrados, como un poco cobardes, para ver si engaña a unos y otros. Pero la verdad es que los otros ya dan igual, o creen que dan igual.
No sé si el palacete de segunda mano o la coronita para el papel de cartas estaban ya inscritos en aquella juventud. Por entonces era abrupto y llamativo. Todavía duraba algo del tiempo en que los escritores tenían que disfrazarse de absurdos para llamar la atención: todavía quedaban destellos del paraguas rojo de Azorín, el anarquista que terminó en Abc, y en los peluches del café había hebras de las barbas de chivo de Valle; Camilo hizo también barba un tiempo, y se le vio bajar un día por la calle de Alcalá, saliendo de una boda, con los calzoncillos puestos sobre el pantalón rayado del chaqué, y otro día, metido en la fuente de la Cibeles.
A mí no me hacía ninguna gracia. Yo buscaba entonces ser invisible, transparente; él era ostensible a la fuerza. A la hora de su muerte, la primera palabra que me viene es La colmena, donde él contaba la vida de los invisibles y estaba de su parte. Lo demás ya no es nada.
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