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Reportaje:

El denso silencio del geriátrico

Las residencias acogen mayoritariamente a ancianos con graves dependencias físicas y psíquicas

La longevidad puede ser un regalo de la naturaleza o un castigo según el estado de salud con que se alcance. Las residencias públicas de ancianos como la de Sant Feliu de Llobregat, gestionada por la empresa privada Fundació Vallparadís del grupo Mútua de Terrassa, reflejan una muestra del universo de octogenarios que no pueden valerse por sí mismos y que precisan distintos niveles de atención. Al observar los internos que reposan en silencio en el vestíbulo se percibe con claridad la tendencia de las familias catalanas a retrasar cada vez más el ingreso de los ancianos en estos centros. Sólo se deciden a hacerlo cuando constatan que aumenta su dependencia física o psíquica, cuando no pueden vestirse o asearse. Un anciano que goce de un mínimo de buena salud prefiere envejecer en su casa.

La mayor parte de los residentes pasó la Navidad en el geriátrico, sin sus familiares

Entre los internos que pueblan la constelación de geriátricos catalanes la gran mayoría son mujeres: tres de cada cuatro internos. Su edad media es de 81 años y las principales causas que motivan su ingreso son, en primer lugar, la demencia, la artrosis, la inmovilidad y la incontinencia.

La residencia asistida de Sant Feliu de Llobregat dispone de un edificio de nueva construcción estrenado hace apenas seis meses. Allí residen 81 ancianos que necesitan todo tipo de cuidados. Les atienden 48 cuidadores y empleados. La directora, Margarida Quintana, cuenta que las plazas disponibles se cubrieron muy rápidamente. Como ocurre en todas partes, la demanda supera con creces la oferta.

Menos aceptación tiene el centro de día instalado en el mismo inmueble, que sólo tiene cubiertas 6 de las 16 plazas disponibles, lo que suele ser también la tónica general en este tipo de equipamientos.

En una mañana soleada como la de ayer, al mediodía, sorprendía no encontrar a nadie paseando en el patio de la residencia. Todos los bancos estaban vacíos y parecía que el césped nunca hubiera sido pisado. En el interior, una veintena de ancianos estaban sentados en sillas de ruedas o en butacas. Otros paseaban lentamente con ayuda de distintos artilugios. En una sala, algunos preferían ver la televisión o hacer manualidades. Las actividades se desarrollaban en silencio. Un silencio intenso, sólo roto a veces por las voces de un interno o los saludos cariñosos de alguna cuidadora.

El mobiliario de la residencia está aún impecable, las paredes lucen recién pintadas y alicatadas. Todo está nuevo y limpísimo. Tan ordenado, que hasta resulta frío. En contraste, los ancianos soportan como pueden unos cuerpos diezmados por el paso del tiempo y la enfermedad, intentando desplazarse trabajosamente y sin mostrar curiosidad alguna por los forasteros que se les acercan. Sin relacionarse con los compañeros de asiento.

De las tres plantas de la residencia, una está destinada a los internos diagnosticados de demencia severa, de los cuales la mitad padecen Alzheimer.

La mayoría de las residencias asistidas atienden enfermos con avanzado estado de demencia y a otros con distintos grados de incapacidad. Únicamente funciona en Barcelona un centro donde sólo acogen a personas psíquicamente incapacitadas. Cada planta tiene 27 camas distribuidas en habitaciones individuales o dobles equipadas con las más modernas tecnologías.

El pesebre y detalles navideños de algunas habitaciones, todavía bien a la vista, recuerdan que apenas hace dos semanas se celebraban unas fiestas cargadas de significado familiar. Fueron las primeras navidades que se celebraban en esta residencia, estrenada en junio. La inmensa mayoría de los internos pasaron las fiestas en la propia residencia. Sólo a seis les fueron a buscar sus familias para comer el turrón a casa. Otras tres o cuatro familias fueron a la residencia a acompañar a sus ancianos durante la comida. Son datos a los que la directora del centro quita importancia. De hecho, subraya, acudieron a la residencia más familiares de los que ella esperaba.

El proceso de adaptación a la residencia es mucho más fácil cuando los familiares del enfermo colaboran. Si se produce un distanciamiento, todo es mucho más difícil y los resultados peores. Cuando los ancianos dejan de ver con frecuencia a las personas que quieren, se desorientan, su ánimo decae y, pese a los esfuerzos de los cuidadores para estimularles, su estado empeora.

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