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Columna
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Calderilla

El Fondo Monetario Internacional no quiere saber nada de las monedas y mucho menos del papel moneda. Ellos, más que nadie, saben que los billetes emitidos por los bancos nacionales de los países endeudados no valen su peso en oro, sino que son puro papel mojado. El dólar y, en su defecto, el euro son las únicas divisas con garantías de convertibilidad, los referentes de una economía monetaria dictada por los dictadores del mercado financiero que son los de siempre. El papel moneda nació como un subterfugio bancario que, teóricamente al menos, podía trocarse por su equivalente en oro, cada billete venía avalado por la rúbrica personal de un tesorero que se comprometía a pagar al portador una determinada cantidad del precioso metal, precioso por convención y tradición, pues no hay argumento racional alguno que otorgue al oro supremacía sobre la plata, el bronce o el cobre.

Los estafadores de antaño, cuando las monedas doradas eran de oro y pesaban lo que tenían que pesar, las limaban para sacar beneficio de sus esquirlas y limaduras, una artesanía obsoleta y olvidada, paciente y minuciosa, que hoy ha perdido su razón de ser, un viejo truco que hizo pasar muy malos ratos en el siglo XVIII al caballero veneciano Giacomo Casanova, viajero impenitente, tahúr trashumante y pícaro redomado al que más de una vez pagaron con ducados y escudos adelgazados en las mesas de juego de media Europa.

Los dignatarios del FMI y los estafadores de nuevo cuño ni siquiera saben de qué color son los nuevos euros ni sus billetes, ni mucho menos sus monedas. El dinero para ellos ha trascendido el mundo físico para transformarse en una entelequia de cifras y rúbricas consignadas en los archivos informatizados de los bancos. Pero ese dinero, que para ellos es invisible e intangible, fue un día real y pesó en nuestros esquilmados bolsillos antes de evaporarse en la insoportable levedad de sus transacciones, sus créditos y sus débitos, sus malas acciones y sus pesadas obligaciones.

La calderilla del euro lastra nuestros bolsillos con sus monedillas cobrizas, doradas y plateadas, las más pequeñas tienden a extraviarse en todos los resquicios como les ocurría a las pesetas de ayer, monedas tímidas, fracciones mínimas y vergonzosas, que detestan dejarse ver y palpar despectivamente por sus usuarios, que ni siquiera se tomarían el esfuerzo de agacharse para recogerlas del suelo, monedas con vocación suicida que no soportan, por ejemplo, la mirada de odio que aparece en los ojos del mendigo callejero cuando rebotan, no con alegre tintineo, sino con sordina, sobre la boina o el platillo.

Hay quien sostiene que tendríamos que agradecer a las empresas, públicas o privadas, y a los grandes y pequeños comercios sus previsores redondeos previos, esos céntimos abortados en las apresuradas subidas de precios de los transportes públicos, los servicios de correos y de tantos y tantos artículos y productos a la venta.

Un incremento de precios y tarifas que, pasados los primeros momentos de indignación, que no de estupor porque estamos curados de espantos, nos alivia de complicados cálculos mentales o de calculadoras, el artículo del año y el más cutre y popular regalo de las pasadas navidades.

Hace unos días intenté calcular y evaluar en su justa medida los céntimos perdidos desde la invención del euro por desconocimiento y torpeza propias o por la sabiduría y destreza de comerciantes demasiado avispados. Lo hice minutos después de escuchar en un comercio el siguiente diálogo entre un vendedor, una cliente y sus respectivas calculadoras. Vendedor (consultando su pantalla): son cinco euros con dos, o sea, con veinte. Cliente (mirando la suya): no, son cinco euros con cero dos, o sea, con dos céntimos. Vendedor (cabizbajo): lo siento, es que todavía me armo un lío con todo esto.

Por voluntad propia o en manos de ladrones al detall, los céntimos se extinguirán, desaparecerán de la vida cotidiana y pasarán al limbo de las islas Caimán o a las arcas de banqueros y financieros donde, unidos en su insignificancia, se fundirán y alumbrarán, reivindicados, fabulosos capitales fantasma.

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