Pero ¿no eran los padres?
En las sociedades antiguas, muchas celebraciones y entre ellas el final de los ciclos anuales, incluían ceremonias de intercambio de bienes. No eran precisamente lo que nosotros conocemos como regalos. No se trataba de nada parecido a los Reyes que ponemos a los niños, sino de rituales muy serios en los que sólo participaban los adultos. El antropólogo Marcel Mauss los interpretó como una redistribución de bienes entre clanes que cimentaba la cohesión social. Sin duda, nuestra costumbre de intercambiar regalos tiene su origen en esas truculentas raíces sobre las que se fraguaron nuestras relaciones sociales pero quizás no convenga despreciarlas del todo como antiguallas que nada tienen que ver con nosotros.
En aquellos ritos de intercambio primitivo no eran individuos los que regalaban, sino organizaciones grupales. Además, un grupo debía dar más de lo que recibía, pero a continuación quedaba obligado a devolver aún más de lo que había recibido so pena de perder cualquier tipo de rango o dignidad. Jenofonte describió esa costumbre entre los tracios y Posidonio cuenta cómo los celtas eran capaces de llevar al límite de la muerte esa escalada de regalos: cuando un jefe de clan no podía devolver con creces lo que le habían regalado, repartía entre los suyos los bienes recibidos y a continuación, en medio de la ceremonia, se hacía degollar escapando a la deshonra y enriqueciendo a los suyos de camino.
Nuestras familias intercambiaron regalos hace 10 días y aunque algo queda por ver sobre si 'el regalo del tito Felipe era mejor que el que le pusimos el año pasado al primo Francisco', nadie, que se sepa, se ha hecho degollar por no poder corresponder con un teledirigido mayor que el que recibió el año pasado. Poco o nada de aquellas reticencias familiares trascendían a la candidez de nuestra infancia. Nuestras discusiones iban por otros caminos casi epistemológicos. Se trataba de averiguar si los Reyes eran los que traían los regalos o si eran nuestros padres. Los mayores que ya andaban por los siete u ocho años, nos atosigaban con argumentos cargados de evidencias racionales, mientras que los más pequeños nos defendíamos fieramente recurriendo, si era necesario, a relatar visiones nocturnas y fugaces de Sus Majestades con camello incluido.
Fue mucho después cuando comprendimos que no eran exactamente nuestros clanes familiares los que nos ponían los Reyes. Por debajo de aquellos regalitos se escurría nuestra socialización sin que nuestros padres lo advirtieran: para el niño la escopeta y para la niña el muñeco, para el niño el carro y para la niña la cocinita, para los pobres la caja de zapatos con la cuerda y para los ricos la Mariquita Pérez. Tras aquellos regalos había también muchas cosas truculentas que no habían decidido nuestros padres. ¿Los símbolos sociales también los traen los Reyes?
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