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La inmigración como amenaza

Antón Costas

En los últimos meses he tenido ocasión de pronunciar varias conferencias en diferentes localidades de Cataluña. Aunque el tema giraba en torno a cuestiones económicas y, en particular, a la desaparición de la peseta, en los coloquios y en las conversaciones que después continúan alrededor de un vino o una cena con los anfitriones salió siempre el tema de la inmigración. Me ha llamado la atención la similitud de varias historias surgidas en esas conversaciones.

En diferentes ocasiones, varios padres comentaron haber decidido sacar a sus hijos de la escuela pública. Eran profesionales de clase media, nada renuentes en principio a la inmigración. Pero los maestros les habían comunicado que en las condiciones en que desenvolvía su trabajo no podían garantizar que sus hijos adquiriesen los niveles de conocimiento esperados, y les pedían que presionaran a las autoridades. Enfrentados al dilema de denunciar la situación y presionar para su mejora o sacar a sus hijos de la escuela pública, optaron por la salida. Actuaron de la misma forma en que la hizo el primer ministro británico, Tony Blair. Le acusaron de hipócrita al defender la escuela pública pero enviar a sus hijos a la privada. Blair señaló que cuando lo que estaba en juego era sus preferencias ideológicas o el derecho de sus hijos a una buena educación, tenía claro cuál era la prioridad.

Algunas personas contaban también su reacción ante el hecho de que cuando tenían que llevar a sus hijos o ir ellos mismos a urgencias hospitalarias se encontraban que tenían por delante a inmigrantes que alargaban el tiempo de espera y, en su opinión, deterioraban la calidad del servicio. Otros, en fin, señalaban que después de trabajar duro y de invertir lo que no tenían en la adquisición de una vivienda, veían cómo la llegada de inmigrantes a su barrio provocaba inseguridad y deterioro del clima de convivencia. Desearían marcharse, pero no pueden. El valor de su vivienda ha caído de forma drástica y no pueden ni recuperar lo invertido. La percepción que esas personas tienen de los efectos de la inmigración sobre sus vidas no es muy buena.

¿Podemos acusarles de insolidarias, egoístas, o de xenofobia? En general creo que son reacciones comprensibles cuando se está experimentando un deterioro en la calidad de vida, especialmente de aquellos servicios públicos que constituyen la base de la ciudadanía y de una sociedad igualitaria. Esa igualdad de oportunidades se apoya en cuatro pilares: posibilidad de adquirir buena educación; una red sanitaria pública que garantice la salud y, en su momento, una muerte digna; unos programas sociales que nos protejan frente a las contingencias de la economía y de la vida sobre las que no tenemos control personal, y la garantía de seguridad para nuestras vidas y los bienes básicos, como la vivienda. Cuando los ciudadanos ven amenazados esos servicios y derechos básicos sobre los que se apoyan sus oportunidades y las de los hijos reaccionan en contra.

¿Qué hacer? Frente a la percepción de amenaza no vale el negar el conflicto recurriendo sólo a la buena conciencia y a la educación en los valores comunitarios de la solidaridad y la tolerancia. Me comentaban la iniciativa de regalar muñecas negras a las niñas blancas para educarlas en la convivencia con 'el otro'. Quizá no esté mal, teniendo en cuenta además que nosotros tenemos vírgenes negras. Pero no es suficiente. Hay que reconocer la existencia de esos conflictos, viendo en ellos el cemento de la ciudadanía en libertad. Ésta es la idea defendida por Albert Hirschman, uno de los economistas más importantes de nuestro tiempo y a quien vale la pena leer. Frente a un exceso de comunitarismo bien intencionado, Hirschman señala las ventajas de no temer los conflictos. Durante el siglo XIX muchos negaron el conflicto entre el capital y el trabajo por miedo a que su aceptación llevase a la quiebra de la sociedad liberal. Pero el siglo XX, después de dos guerras mundiales, nos ha enseñado que la gestión continuada de ese conflicto -mediante la negociación entre trabajadores, empresarios y gobiernos- es la base de la sociedad más libre, democrática, rica y solidaria en la que vivimos. Cuando se reconocen los problemas y se afrontan de forma adecuada el resultado es siempre una sociedad mejor, más fuerte. Eso es lo que debe suceder con la inmigración. Pero para ello hay que aceptar esas amenazas, poner remedios adecuados y evitar que las personas que tienen mayor capacidad de expresión y liderazgo social abandonen la enseñanza, la sanidad o el sistema público de pensiones.

Antón Costas es catedrático de Economía Aplicada y director del departamento de Economía Mundial de la Universidad de Barcelona.

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