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Columna
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Cría cuervos

En un cuento de la escritora italiana Sara Zanghi, un ratoncito desafía todas las lógicas naturales, incluida la del sentido común, y decide proponerle a la culebra, tradicional depredadora de su especie, que deje de comer ratones y se haga vegetariana. La culebra no sólo no ridiculiza al ratoncito zampándoselo, sino que celebra su idea: 'Lo que propones es bonito -le dice-, me hace pensar en una vida sin acechos, agresiones y temores, en la que todos podríamos salir sin ocultarnos'. Hay que añadir que la autora ha confesado en más de una ocasión que decidió expresar esta esperanza de un mundo mucho menos cruel y mucho más sabio en forma de fábula, con animales como protagonistas, porque con seres humanos una posibilidad semejante no hubiera resultado verosímil.

Los noticiarios convierten cada día que pasa en menos cuestionable esta afirmación. Los mejores ejemplos de comportamientos evolucionados nos los están dando los animales. Y estoy pensando, sin ir más lejos en el tiempo, en esa leona de la que hemos sabido esta misma semana que, en una reserva de Kenia, adoptó y amamantó y defendió a una cría de antílope. ¿Desde cuándo no tenemos noticia, en el mundo de los humanos, de una actitud tan radicalmente transgresora de la lógica de la depredación? Ni me acuerdo. No se me ocurre ni un solo ejemplo social equivalente, ninguna bondad tan rotunda, ninguna invitación tan razonable a la esperanza de un mundo mejor -¿qué otro objeto debe tener la esperanza sino el mundo al revés?-.

Sobre todo cuando el que tenemos está hecho un asco. Pero el ejemplo de la leona invita además a otra reflexión. No sólo no se come al antílope, sino que lo protege y alimenta porque es una cría. Si el objeto de la esperanza es el cambio a mejor, su territorio siempre es el futuro. Y no hay nada más futuro que las crías, que los niños. Por eso la más irreductible de las esperanzas humanas, la más desesperada, es la que se sigue formulando más o menos así: lo malo que no consigamos resolver ojalá lo resuelvan nuestros hijos; o mejor, ojalá esté resuelto para cuando nosotros no podamos estar con ellos. Ojalá, en definitiva, el mundo y la vida les deparen mañana más encuentros herbívoros que carnívoros. Esperanza conmovedora. Y sin embargo cada vez más remota, más loca. Porque, desoyendo la más elemental de las lógicas, lo que estamos haciendo es sembrar truenos y criar cuervos.

A la noticia de la leona del corazón de oro le han acompañado varias que tenían que ver con niños malos. Los adolescentes australianos que han quemado medio millón de hectáreas. Los nuestros que queman lo que pueden, una noche sí y otra también. Y Charles Bishop, ese crío de 15 años que decidió el otro día suicidarse incrustando su avioneta contra el edificio de un banco, como homenaje a Ben Laden. Por ello la prensa ha calificado este hecho de 'atentado por imitación'. Pero ¿es que existe algún acto infantil que no lo sea, que no copie un comportamiento adulto anterior, que no exprese un aprendizaje?

Yo no lo creo. Creo que para la bondad se educa y también para lo contrario. Y no necesito un plano para saber en cuál de los sentidos educan la propaganda bélica en directo; y tanta violencia enlatada al vacío, es decir, en la ausencia más absoluta de réplica y de contexto éticos; y tanto consumo aberrante; y tanto egoísmo jaleado y macarrez celebrada y rentable.

Nadie ha relacionado el suicidio de Bishop con la estrella de los juguetes de estas navidades en Estados Unidos: un soldado, un marine, con el que han jugado por imitación -a invadir y a matar, ¿a qué si no?- millones de niños americanos. Hacer de un profesional de la muerte un héroe es, a mi juicio, una manera de criar cuervos. Cuervos que, como el de Edgar Allan Poe, van a decir nevermore. Nunca más la esperanza de un mundo más sabio y menos cruel, de culebras dialogantes, de depredadores desprestigiados. Sin víctimas. Nevermore. Pero nunca.

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