Jazmines tunecinos
ESTAMOS en Tozeur, es la hora del rezo, no hay demasiado movimiento en la estación, y yo, tonta de mí, me he venido en pantalón corto, con lo cual todos los ojos se paran en mis piernas. Íbamos a Monastir porque nos regalaron el vuelo. Teníamos siete días para recorrer el país, y no lo haríamos sin escuchar los acentos, sin el bullicio en los autobuses locales, sin saborear el té, sin contemplar una puesta de sol, sin oler las medinas, sin esperar, sin regatear...
El primer día dormimos en Soussa. Azoteas, azul y blanco, rejas, gatos, basura, olores... En la medina: cachimbas, especias, alfombras, jaulas, lámparas... y plantas carnívoras. Las medinas son así; si te dejas llevar, acabas en una tienda llena de colores bebiendo algo con hojas en un vasito de cristal y hablando no sabes muy bien de qué ni en qué idioma. Para ellos es como un juego averiguar la procedencia de los turistas, y te dicen palabras en italiano, inglés o español. Si tu cara asiente, es que han dado en la diana. Entonces eres carne de cañón para que te lleven al interior de su puesto y compres sin quererlo cinco frasquitos de cristal, un camello de peluche, dos juegos de té... Las medinas son el corazón de la ciudad.
Después de visitar el norte: Túnez, con su tortuosa medina; Sidi Bou Said, con sus casitas blancas y ventanas enrejadas, y Cartago, con sus decepcionantes ruinas, bajamos al desierto. Sueño provocado por el calor, olivos, chumberas, palmeras, poblachos, casas de ladrillo rojo... Nos alojamos en un hotelito con pinturas de palmeras en la pared. Tozeur es una de las ciudades limítrofes con el desierto, otra es Douz. El camino a Douz en un autobús nos encantó.
Decidimos hacer una excursión por el desierto. A las cinco nos estaban esperando nuestros camellos al lado de un pueblo de pastores tunecinos. El desierto es una playa de arena inmensa donde el mar se ha subido al cielo. Montaron el campamento mientras nosotros observábamos cómo caía la noche. Poco a poco fueron saliendo las estrellas, pero al aparecer, la luna las fue matando tan despacio como habían surgido. Cenamos cuscús bereber y desayunamos pan a la brasa con mermelada de higos.
La mañana en Sousse se iniciaba mientras tejados y azoteas empezaban a colorearse con el sol, a desperezarse y a moverse a ritmo de música, gritos y aullidos de gatos. Fue el día que comimos los últimos briks y fricasé.
Me llevo un montón de imágenes en la maleta: jaulas, cestas, ventanas, lámparas, jazmín detrás de la oreja, regateo, color...
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