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Tribuna:LA POLÍTICA DE INMIGRACIÓN
Tribuna
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Ley fallida, nueva oportunidad

La autora argumenta que la realidad ha demostrado que ninguna ley por sí sola puede atajar un fenómeno como el de la inmigración, que requiere de la articulación de un conjunto de políticas públicas. Y propone, en ese sentido, construir un consenso político y social

A estas alturas, un año después de su entrada en vigor, quien quiera aproximarse a lo acontecido con vocación de veracidad, necesariamente habrá de concluir que la nueva Ley de Extranjería ha cosechado en su andadura un evidente fracaso. Es decir, no ha servido, más bien ha tendido a agravar los problemas que en el momento de su debate se nos anunciaba, de manera tan enfática como imprudente, contribuiría decisivamente a resolver.

Los malos gobernantes invariablemente informan que en el siguiente ejercicio, el año que viene, todos seremos partícipes de las bondades de sus políticas. Aplazamiento tras aplazamiento, tan sólo se intenta ganar tiempo, quizá en la confianza que entre tanto surjan nuevas expectativas de destino que les liberen para siempre de la losa de los fracasos obtenidos en sus presentes responsabilidades. Una vez más, desde esferas oficiales se ha despedido el pasado año anunciando que el ya inminente capicúa nos traería, quizá a modo de talismán, la prueba del acierto de sus previsiones con un súbito descenso de la inmigración irregular.

'En apenas un año, el andamiaje sobre el que se pretendió justificar la ley se ha venido abajo'
'El escenario sigue brindando oportunidades para corregir el rumbo a partir de los errores'
'Las entradas ilegales no sólo no se han detenido, sino que se han acrecentado en 2001'

Lejos de obtener algún beneficio intelectual de la dureza de las lecciones recibidas durante un año nefasto en materia migratoria, ciertamente hay quien opta por empecinarse en el error y volver a jugar con los pronósticos. No es, desde luego, una señal de la lucidez que se precisa para corregir el rumbo y tomar una andadura realmente afortunada.

Con todo ello, y con el debido sentido de la justicia al que debemos atenernos, añado que la responsabilidad de la situación a la que hemos llegado no está tanto en la ley, sino más bien en las premisas desde las que fue concebida, elaborada y aprobada, lo que inevitablemente nos lleva a poner en cuestión el conjunto de la política migratoria del Ejecutivo. Es decir, incluso con una norma de similares características hubiera podido evitarse el fiasco al que se ha llegado, de primar en la actuación gubernamental, antes que la precipitación, los errores y hasta los dislates, la previsión, mesura y solvencia imprescindibles para gestionar un fenómeno con la complejidad del migratorio en un mundo y en un tiempo en el que los desplazamientos masivos de seres humanos también se han llegado a convertir en signo identitario del proceso mismo de la globalización.

La ley, por ello, y pese a sus importantes defectos, no representa en sí misma el problema, el sujeto que debería centrar nuestro debate, sino más bien el destinatario de una percepción radicalmente distorsionada de nuestra derecha gobernante, o quizá mejor decir de la franja más sectaria y radical de ésta, en torno a un ámbito que requiere de diagnósticos serios y certeros, a la vez que preñados de sentido común, para no acabar deslizándose por la senda de las ocurrencias y las soluciones contundentes que, por lo general, no contribuyen más que a generar conflictos. Una norma, además, hija de unas circunstancias políticas marcadas por la proximidad electoral y la consiguiente estrategia conservadora de encerrar la cuestión bajo la apariencia de un falso dilema entre partidarios a ultranza de las restricciones y las posiciones supuestamente permisivas en lo que se refiere a la llegada de inmigrantes a nuestro país.

Ciertamente esta forzada dualidad, pudo gozar de algún éxito en cuanto a su efectividad en lo que respecta a la competición electoral, aunque ha prestado un flaco favor al asentamiento y generalización entre nosotros de una cultura de la convivencia acorde con la realidad de una nación que, en apenas una década, ha pasado de exportar emigración a convertirse en destinataria de cientos de miles de inmigrantes. Simplificar, hasta la caricatura, la realidad constituye una tentación recurrente en la escena política, pero ello no puede acabar por convertirse en excusa para intentar eludir las responsabilidades por los argumentos políticos esgrimidos en la contienda que han quedado desmentidos incluso rotundamente con el transcurrir de los meses.

Así, en apenas un año de vigencia, todo el andamiaje político sobre el que se pretendió justificar / legitimar la reforma de la Ley de Extranjería se ha venido literalmente abajo. No podía ser de otra manera, si tomamos en cuenta que se atribuyó a la nueva ley, nada más y nada menos, que la propiedad de acabar con un supuesto efecto llamada -otro artificio de inequívoco sabor electorero-, lo que en términos más exactos equivalía a decir que la legislación dispondría de una súbita consecuencia disuasoria, de tal modo que las entradas ilegales de inmigrantes tenderían a reducirse drásticamente durante los siguientes meses a su entrada en vigor. Por simplista que parezca, nadie podrá desmentir que esta descripción responde, incluso literalmente, a la centralidad de los razonamientos manejados por nuestra derecha gobernante hace apenas un año.

La realidad, sin embargo, una vez más, se ha vuelto a demostrar tozuda, negando categóricamente cualquier atisbo de acierto a predicciones proclamadas con tanta ligereza. Incluso, y para mayor grosería, las entradas ilegales en nuestras fronteras no sólo no se han detenido, sino que se han acrecentado de manera considerable durante el año 2001, desbordando todas las previsiones y aún a pesar de que los terribles acontecimientos del 11 de septiembre, y la consiguiente percepción de inestabilidad en la escena mundial, marcaron durante un tiempo a la baja la intensidad de los propios flujos migratorios.

De este modo, el efecto llamada quedó confirmado como efecto falacia, demostrándose a su vez que ninguna ley por sí sola puede atajar los efectos menos deseables de un fenómeno como el migratorio de raíz universal, cuya creciente intensidad exige, antes que de recetas mágicas en forma de textos legales, de la articulación de un conjunto de políticas públicas que, de un lado, trabajen por su adecuada canalización para aproximarnos paulatinamente a un horizonte que haga de la legalidad el hábito y de la ilegalidad la excepción y, de otro, promuevan seriamente la integración real de los inmigrantes en nuestro entramado social.

Llegados a este punto, y una vez se ha puesto en manos de quien corresponde la interpretación de los preceptos de más dudosa constitucionalidad de la legislación de extranjería, entiendo que lo más inquietante no son tanto sus contenidos sino el riesgo fácilmente perceptible de recurrir nuevamente al argumentario político que tan desafortunadamente se urdió en su defensa.

La tentación ejemplarizante, en suma, sigue advirtiéndose como un recurso fácil para quienes perciben la inmigración desde una atalaya defensiva, encerrándola en las estrechas paredes de una mentalidad miope y pacata, a modo de visionarios que luchasen contra imaginarios enemigos, incapaces de percibir la impagable contribución que puede aportar a nuestro destino colectivo y perfectamente aptos para desaprovechar sus responsabilidades públicas en el fomento entre la ciudadanía de la pedagogía positiva que debe acompañar la eclosión de todo nuevo fenómeno que irrumpe en nuestras sociedades.

Un año después seguimos instalados justo al borde del precipicio. Es cierto que el cambio de titular en el Ministerio del Interior ha tenido un efecto balsámico en las decisiones inmigratorias. Por resumirlo, se ha perdido en disparates para ganar en prudencia, lo que tampoco es despreciable a poco que volvamos la vista a actuaciones aún recientes perpetradas desde ese mismo departamento.

Sin embargo, con ello no basta, resulta claramente insuficiente, porque ya se ha perdido un tiempo precioso para construir la política de inmigración que venimos demandando, una estrategia pública, con los medios y recursos suficientes, a la altura de nuestras responsabilidades y también de las necesidades derivadas de la actual presión migratoria que experimenta nuestro país.

El escenario, en definitiva, sigue brindando oportunidades para corregir el rumbo a partir del aprendizaje de los errores de los últimos meses. Por lo pronto, ya se ha despejado la falsa ilusión legalista, aquella que estriba en depositar en los textos oficiales todas las expectativas de respuesta a los desafíos que de manera inevitable hemos de acometer si queremos mantener la pulsión de una sociedad avanzada que no da la espalda a sus problemas, máxime cuando también nos comprometen especiales responsabilidades europeas durante el presente semestre.

Esa misma condición de modernidad de nuestra democracia, nos impele a distinguir con nitidez el espacio de la legítima confrontación de los lugares en los que debe primar el acuerdo para garantizar la buena marcha de asuntos que disponen de una calidad que, de no ser adecuadamente tratada, pudiera afectar a nuestra propia convivencia.

Construir un consenso político sólido, anticipo del imprescindible consenso social, sigue representando la mejor propuesta, no ya en términos de meta u objetivo a consumar sino entendida como afortunado punto de partida para encarar el futuro en términos de confianza y seguridad colectivas.A estas alturas, un año después de su entrada en vigor, quien quiera aproximarse a lo acontecido con vocación de veracidad, necesariamente habrá de concluir que la nueva Ley de Extranjería ha cosechado en su andadura un evidente fracaso. Es decir, no ha servido, más bien ha tendido a agravar los problemas que en el momento de su debate se nos anunciaba, de manera tan enfática como imprudente, contribuiría decisivamente a resolver.

Los malos gobernantes invariablemente informan que en el siguiente ejercicio, el año que viene, todos seremos partícipes de las bondades de sus políticas. Aplazamiento tras aplazamiento, tan sólo se intenta ganar tiempo, quizá en la confianza que entre tanto surjan nuevas expectativas de destino que les liberen para siempre de la losa de los fracasos obtenidos en sus presentes responsabilidades. Una vez más, desde esferas oficiales se ha despedido el pasado año anunciando que el ya inminente capicúa nos traería, quizá a modo de talismán, la prueba del acierto de sus previsiones con un súbito descenso de la inmigración irregular.

Lejos de obtener algún beneficio intelectual de la dureza de las lecciones recibidas durante un año nefasto en materia migratoria, ciertamente hay quien opta por empecinarse en el error y volver a jugar con los pronósticos. No es, desde luego, una señal de la lucidez que se precisa para corregir el rumbo y tomar una andadura realmente afortunada.

Con todo ello, y con el debido sentido de la justicia al que debemos atenernos, añado que la responsabilidad de la situación a la que hemos llegado no está tanto en la ley, sino más bien en las premisas desde las que fue concebida, elaborada y aprobada, lo que inevitablemente nos lleva a poner en cuestión el conjunto de la política migratoria del Ejecutivo. Es decir, incluso con una norma de similares características hubiera podido evitarse el fiasco al que se ha llegado, de primar en la actuación gubernamental, antes que la precipitación, los errores y hasta los dislates, la previsión, mesura y solvencia imprescindibles para gestionar un fenómeno con la complejidad del migratorio en un mundo y en un tiempo en el que los desplazamientos masivos de seres humanos también se han llegado a convertir en signo identitario del proceso mismo de la globalización.

La ley, por ello, y pese a sus importantes defectos, no representa en sí misma el problema, el sujeto que debería centrar nuestro debate, sino más bien el destinatario de una percepción radicalmente distorsionada de nuestra derecha gobernante, o quizá mejor decir de la franja más sectaria y radical de ésta, en torno a un ámbito que requiere de diagnósticos serios y certeros, a la vez que preñados de sentido común, para no acabar deslizándose por la senda de las ocurrencias y las soluciones contundentes que, por lo general, no contribuyen más que a generar conflictos. Una norma, además, hija de unas circunstancias políticas marcadas por la proximidad electoral y la consiguiente estrategia conservadora de encerrar la cuestión bajo la apariencia de un falso dilema entre partidarios a ultranza de las restricciones y las posiciones supuestamente permisivas en lo que se refiere a la llegada de inmigrantes a nuestro país.

Ciertamente esta forzada dualidad, pudo gozar de algún éxito en cuanto a su efectividad en lo que respecta a la competición electoral, aunque ha prestado un flaco favor al asentamiento y generalización entre nosotros de una cultura de la convivencia acorde con la realidad de una nación que, en apenas una década, ha pasado de exportar emigración a convertirse en destinataria de cientos de miles de inmigrantes. Simplificar, hasta la caricatura, la realidad constituye una tentación recurrente en la escena política, pero ello no puede acabar por convertirse en excusa para intentar eludir las responsabilidades por los argumentos políticos esgrimidos en la contienda que han quedado desmentidos incluso rotundamente con el transcurrir de los meses.

Así, en apenas un año de vigencia, todo el andamiaje político sobre el que se pretendió justificar / legitimar la reforma de la Ley de Extranjería se ha venido literalmente abajo. No podía ser de otra manera, si tomamos en cuenta que se atribuyó a la nueva ley, nada más y nada menos, que la propiedad de acabar con un supuesto efecto llamada -otro artificio de inequívoco sabor electorero-, lo que en términos más exactos equivalía a decir que la legislación dispondría de una súbita consecuencia disuasoria, de tal modo que las entradas ilegales de inmigrantes tenderían a reducirse drásticamente durante los siguientes meses a su entrada en vigor. Por simplista que parezca, nadie podrá desmentir que esta descripción responde, incluso literalmente, a la centralidad de los razonamientos manejados por nuestra derecha gobernante hace apenas un año.

La realidad, sin embargo, una vez más, se ha vuelto a demostrar tozuda, negando categóricamente cualquier atisbo de acierto a predicciones proclamadas con tanta ligereza. Incluso, y para mayor grosería, las entradas ilegales en nuestras fronteras no sólo no se han detenido, sino que se han acrecentado de manera considerable durante el año 2001, desbordando todas las previsiones y aún a pesar de que los terribles acontecimientos del 11 de septiembre, y la consiguiente percepción de inestabilidad en la escena mundial, marcaron durante un tiempo a la baja la intensidad de los propios flujos migratorios.

De este modo, el efecto llamada quedó confirmado como efecto falacia, demostrándose a su vez que ninguna ley por sí sola puede atajar los efectos menos deseables de un fenómeno como el migratorio de raíz universal, cuya creciente intensidad exige, antes que de recetas mágicas en forma de textos legales, de la articulación de un conjunto de políticas públicas que, de un lado, trabajen por su adecuada canalización para aproximarnos paulatinamente a un horizonte que haga de la legalidad el hábito y de la ilegalidad la excepción y, de otro, promuevan seriamente la integración real de los inmigrantes en nuestro entramado social.

Llegados a este punto, y una vez se ha puesto en manos de quien corresponde la interpretación de los preceptos de más dudosa constitucionalidad de la legislación de extranjería, entiendo que lo más inquietante no son tanto sus contenidos sino el riesgo fácilmente perceptible de recurrir nuevamente al argumentario político que tan desafortunadamente se urdió en su defensa.

La tentación ejemplarizante, en suma, sigue advirtiéndose como un recurso fácil para quienes perciben la inmigración desde una atalaya defensiva, encerrándola en las estrechas paredes de una mentalidad miope y pacata, a modo de visionarios que luchasen contra imaginarios enemigos, incapaces de percibir la impagable contribución que puede aportar a nuestro destino colectivo y perfectamente aptos para desaprovechar sus responsabilidades públicas en el fomento entre la ciudadanía de la pedagogía positiva que debe acompañar la eclosión de todo nuevo fenómeno que irrumpe en nuestras sociedades.

Un año después seguimos instalados justo al borde del precipicio. Es cierto que el cambio de titular en el Ministerio del Interior ha tenido un efecto balsámico en las decisiones inmigratorias. Por resumirlo, se ha perdido en disparates para ganar en prudencia, lo que tampoco es despreciable a poco que volvamos la vista a actuaciones aún recientes perpetradas desde ese mismo departamento.

Sin embargo, con ello no basta, resulta claramente insuficiente, porque ya se ha perdido un tiempo precioso para construir la política de inmigración que venimos demandando, una estrategia pública, con los medios y recursos suficientes, a la altura de nuestras responsabilidades y también de las necesidades derivadas de la actual presión migratoria que experimenta nuestro país.

El escenario, en definitiva, sigue brindando oportunidades para corregir el rumbo a partir del aprendizaje de los errores de los últimos meses. Por lo pronto, ya se ha despejado la falsa ilusión legalista, aquella que estriba en depositar en los textos oficiales todas las expectativas de respuesta a los desafíos que de manera inevitable hemos de acometer si queremos mantener la pulsión de una sociedad avanzada que no da la espalda a sus problemas, máxime cuando también nos comprometen especiales responsabilidades europeas durante el presente semestre.

Esa misma condición de modernidad de nuestra democracia, nos impele a distinguir con nitidez el espacio de la legítima confrontación de los lugares en los que debe primar el acuerdo para garantizar la buena marcha de asuntos que disponen de una calidad que, de no ser adecuadamente tratada, pudiera afectar a nuestra propia convivencia.

Construir un consenso político sólido, anticipo del imprescindible consenso social, sigue representando la mejor propuesta, no ya en términos de meta u objetivo a consumar sino entendida como afortunado punto de partida para encarar el futuro en términos de confianza y seguridad colectivas.

Consuelo Rumí lbáñez es secretaria de Políticas Sociales y Migratorias de la Ejecutiva Federal del PSOE.

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