Las autonomías y Europa
Tras la reunión del Consejo Europeo de Laeken, el actual Gobierno español se ha mostrado contrario a arbitrar fórmulas para institucionalizar la participación de las comunidades autónomas en la formación de la voluntad del Estado ante esta institución comunitaria. Uno de los argumentos que se ha expuesto para fundamentar la negativa es la ausencia de habilitación constitucional para que dicha participación pueda producirse. Otro ha sido el peligro que puede suponer para la soberanía del Estado que ello pueda llegar a existir.
La cuestión no es sencilla, sin duda, pero lo que parece evidente es que un Estado políticamente descentralizado como es España, integrado por comunidades autónomas dotadas de competencia legislativa propia, no puede vivir al margen de esta realidad institucional. Ni en lo que se refiere a sus instituciones constitucionales centrales ni tampoco, en su relación con la Unión Europea, hoy una realidad más tangible con la entrada en vigor de la moneda única. En cuanto a lo primero, el Estado español presenta déficits importantes, ya que el Senado no responde a su condición de cámara de representación territorial, lo cual a su vez provoca que otros decisivos órganos constitucionales como, sobre todo, el Tribunal Constitucional, y también el Consejo General del Poder Judicial y el Tribunal de Cuentas, no respondan en cuanto a sus criterios de composición a la realidad irreversible que es el llamado Estado de las autonomías. En relación al hecho europeo, no parece razonable que disponiendo las comunidades autónomas de poder normativo propio, que les permite aprobar leyes y reglamentos sobre materias competenciales que definen el alcance de su autogobierno, no existan fórmulas para configurar la posición de España en Europa de manera acorde con la forma constitucional de distribución territorial del poder político. Porque es evidente que en el espacio comunitario se discuten y se deciden temas de importancia decisiva para el Estado y para las comunidades autónomas que lo integran, que -no se olvide- son también Estado. Por esta razón, salvo que se pretenda hacer abstracción del artículo 2, del Título VIII de la Constitución y de la jurisprudencia constitucional, no se puede afirmar que la soberanía del Estado pueda quedar en peligro porque las comunidades autónomas aspiren a una participación coadyuvante con la del Estado en las reuniones de los diversos consejos europeos por razón de la materia que allí se discuta. No se olvide, en este sentido, que el Tribunal Constitucional ha venido recordando desde su relevante STC 13/1992 que la ejecución del derecho comunitario en ningún caso podrá hacerse con abstracción del sistema interno de distribución de competencias, cuestión ésta de especial importancia cuando, como es el caso, por ejemplo, de Alemania, Austria, Bélgica, España, el Reino Unido o Italia, se trata de Estados, en mayor o menor grado, de naturaleza compuesta, integrados por entes territoriales con competencia legislativa propia e, incluso, con comunidades dotadas de una entidad política diferenciada históricamente del Estado del que forman parte.
Ciertamente, la cuestión de formalizar esta representación no es sencilla, como así lo pone de manifiesto el Libro Blanco de la Gobernanza presentado por la Comisión Europea, con la vista puesta en la Conferencia Intergubernamental de 2004. Ahora bien, la dificultad de encontrar las fórmulas más adecuadas para implicar a las regiones (utilizando esta expresión de acuerdo con la terminología comunitaria en la idea de Europa) no significa que deban ignorarse situaciones que pueden servir como punto de referencia. Un ejemplo bien plástico lo ha ofrecido recientemente la presidencia europea ejercida por Bélgica, pues los dos consejos de ministros de Investigación que se han celebrado durante el semestre pasado, lo han sido bajo la presidencia del ministro-residente de la región Bruselas-capital, François Xavier de Donnea.
Un ejemplo que no es aislado, puesto que seguramente es el Estado federal belga el que de forma más intensa reconoce la participación de las comunidades que lo integran en la institución europea. Caso distinto es el austriaco, donde su participación no es especialmente significativa o el caso alemán, en el que la participación de los länders queda especialmente subordinada a la existencia de una previa posición común acordada con el Gobierno federal.
Sea como fuere, el hecho no puede ser ignorado porque, a diferencia de Francia, España es un Estado que reconoce el derecho a la autonomía a las nacionalidades y regiones que la integran, y éste es un primer parámetro constitucional que impide negar que la participación estatal española en Europa tenga que instrumentarse única y exclusivamente a través del Estado, excluyendo a una parte integrante de éste como son las comunidades autónomas.
Es cierto, sin embargo, que para que la participación autonómica puede resultar eficaz se hace necesario como requisito previo que los instrumentos de colaboración en sentido vertical, entre el Estado y las comunidades autónomas, y también en línea horizontal, entre las propias comunidades autónomas, funcione bien. La experiencia que en este sentido ofrece la Conferencia para Asuntos Relacionados con las Comunidades Europeas, regulada por la Ley de 1997, es desde luego mejorable y mucho más lo es la deficiente colaboración entre las comunidades autónomas. Como seguramente lo es también la estructura administrativa de éstas últimas en cuanto a la regulación de sus órganos dedicados a asuntos europeos. Pero, aun con todo, no parece muy coherente que, desde un Estado como España que hace de las comunidades autónomas un referente democrático de identidad constitucional, se olvide de ello a las primeras de cambio cuando se trata de relacionarse con Europa.
Marc Carrillo es catedrático de Derecho Constitucional de la UPF.
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