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LA CRÓNICA
Columna
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El unicornio de Wallinger

La pieza más compleja, la más dramática de la exposición, representa a Prometeo encadenado en un televisor colgado de la pared: en esa pequeña pantalla el titán mitológico castigado por los dioses por haber robado el fuego del cielo para entregarlo a los hombres es un señor con corbata, cegado, que canturrea, o más bien salmodia, una nana doliente y monótona, sentado en una silla eléctrica. Hasta aquí, nada muy especial. Nada que no hayamos visto en ciertos cuadros de Bacon o en la escena final de Brazil, de Terry Gillian.

Pero a continuación el espectador entra en un cuarto cerrado para encontrarse entre las descomunales fotografías de dos puños con los nudillos tatuados con las palabras amor y odio, como los de Robert Mitchum en La noche del cazador, y frente a la silla eléctrica que acaba de ver en la pantalla de vídeo: ahora la silla está desocupada y dispuesta de tal modo que evidentemente le está invitando, aunque quién sabe si a sentarse en ella para ser ajusticiado o a asistir a una ejecución inminente.

La exposición 'No man's land' propone formas nuevas de mirar escenarios archiconocidos y triviales de la vida cotidiana

Esta pieza confiere de inmediato a la exposición su calidad de ensueño inquietante y abierto a las interpretaciones que se quiera. Pero en general las piezas que Mark Wallinger ha reunido en la galería Whitechapel bajo el título No man's land (Tierra de nadie) son menos truculentas. Proponen formas nuevas de mirar escenarios archiconocidos y triviales de la vida cotidiana: el metro, la puerta de salidas internacionales del aeropuerto, la consulta del oculista, una tumba en un cementerio.

Sencilla y asombrosamente, en estas obras el catalizador de un sentido trascendente de la vida es la ironía: como en la caja de luz del oculista donde los diminutos caracteres dispuestos en espiral que el paciente que ha ido a graduarse las gafas debe intentar leer componen el versículo de san Juan: 'En el principio era el verbo, y el verbo era Dios...'.

Lo que está 'ocurriendo', lo que es excitante estos días en los círculos del arte londinense, no es la exposición de los finalistas del Turner en la Tate Britain, realmente decepcionante, sino lo que hace este artista de 40 años cumplidos repescando, para su periódica cita con la Whitechapel, algunas obras de los últimos años que habían quedado desperdigadas y fuera de catálogo después de exhibidas en tal o cual museo de provincias.

Wallinger compone sus imágenes sobre la base de una tupida red de referencias literarias, artísticas, religiosas, mitológicas; trabaja en todos los formatos y con todas las materias. Echa mano de la foto, el cine, el vídeo, los textos clásicos; pero lo insólito de su caso no es la variedad de los medios con los que se maneja, sino la sencillez de las operaciones -una música de fondo, un desplazamiento del punto de vista, la sustitución de una palabra por otra, un cambio de escala- mediante las que logra sacar de la pieza las máximas resonancias, la máxima expresividad.

Un buen ejemplo es la obra que le hizo famoso en el Reino Unido: el Ecce homo que instaló en 1999 en Trafalgar Square, donde permaneció durante seis meses. Probablemente aquella escultura naturalista de Cristo, en materiales plásticos, no hubiera pasado de ser una representación convencional más o menos piadosa de no ser por su disposición sobre el lugar y por el tamaño desmesuradamente grande de la peana sobre la que estaba instalada.

Esta desproporción le daba al Ecce homo un patetismo de radical ambigüedad: el paseante por la plaza se encontraba con una imagen a la vez trágica y bufa, con un icono religioso que era también la burla de la pequeñez del crucificado, perdido y fuera de lugar en la metrópoli.

Otro magnífico ejemplo de los manejos artísticos de Wallinger se puede ver ahora en la Whitechapel: la película Trheshold to the kingdom (Umbral del reino): los desconcertados viajeros que salen por las puertas de llegadas internacionales de un aeropuerto, filmados por Wallinger, proyectados en una gran pantalla a cámara lenta y al son de la música coral del Miserere de Allegri, parecen ciertamente estar investidos de una profunda dignidad según llegan a un lugar misterioso y encantado.

Ese lugar, como sabemos, es el no lugar banal por antonomasia: el vestíbulo de un aeropuerto. Quizá en adelante ya no nos parezca tan banal. Wallinger lo ha transformado y espiritualizado. Lo ha convertido en el cielo, nada menos, y de pasada también somete el cielo a revisión. A la vista de todo esto, están justificadas sus palabras sobre su trabajo: 'Soy el genio de la lámpara, preparado para concederte tres deseos, pero la esperanza que ofrezco está oscurecida por la ansiedad de que te equivoques al elegir: ¿subo o bajo la escalera? ¿Qué fuerza me empuja? ¿Moriré mientras canto mi himno infantil o saldré ileso de infinidad de ejecuciones estoicamente soportadas?'.

La extrañeza y el reconocimiento también se presentan simultáneos en Gosht (Espectro), el misterioso unicornio que ilustra esta crónica. En la pequeña sala que lo acoge en Whitechapel, la fotografía de este animal mitológico tiene las dimensiones de un caballo real y ocupa toda una pared; está dispuesta sobre una caja de luz, cuyo fulgor potencia la ilusión documental de la foto y la ilusión de hallarnos ante una fotocopia o una radiografía, cuando en realidad se trata de una reproducción ligeramente manipulada del retrato de Whistlejacket, óleo del gran pintor de caballos George Stubbs (1724-1806) que se puede admirar no muy lejos de allí, en la National Gallery.

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