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Columna
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Ana

José Luis Ferris

No estamos en verano. No aprieta la canícula ni se derrite nadie bajo un sol de justicia. Nada hay en los factores atmosféricos que acelere la fiebre de la población. La meteorología anuncia temperaturas bajas, heladas en algunos puntos y precipitaciones en forma de nieve a partir de ciertas alturas. No hay razón, entonces, para hablar de sangre acelerada ni de ardor repentino. Sin embargo, los crímenes pasionales y la violencia doméstica se pasan la lógica invernal por el forro del desquicio y operan con devastadora irreverencia.

La mañana del pasado lunes la locura volvió a teñir de sangre, a segar de golpe, la vida de una joven de 21 años en la vecina localidad de La Vila Joiosa. El crimen corrió a cargo de su compañero, un muchacho poco mayor que ella que se vio cegado por la rabia del abandono y la amenaza de perder a su compañera sentimental. Es la muestra más clara y más patética de esa España profunda que se empeña en no perder su vieja hegemonía. La civilización no ha llegado del todo a nuestras ciudades y mucho menos al cerebro de aquellos habitantes que consideran a su consorte algo así como una propiedad privada susceptible de cualquier vejación, maltrato físico o chantaje psicológico. Debe ser muy duro convivir con un torturador, dormir a su lado, soportar la gravedad de su zarpa a media noche, cuando el deseo no existe ya y su tacto se torna viscoso y humillante como el de un animal extraño. Me pregunto cuántos casos habrá a nuestro alrededor, en nuestra misma calle, de mujeres que conviven con el miedo y la constante amenaza, bajo el terror de ese hombre que le juró amor eterno en la salud y en la enfermedad para todos los días de su vida. Luego siempre es tarde. Los asesinos en potencia se mueven con absoluta impunidad. Se ponen sentimentales cuando piden perdón, pero se vengan de sí mismos, de su propia autocompasión asestando unas cuantas puñaladas a la madre de sus hijos para purgar sus pecados. Que luego se peguen un tiro o se corten la yugular es lo de menos, la cobardía está echada y el remedio no existe. Descansa en paz, Ana, y que el cielo o el invierno les perdone.

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