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Columna
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Enero

Ante las celebraciones que se repiten ritualmente en el calendario el columnista siente la tentación de volver sobre sus demonios e inquinas a desempolvar las emociones de nuevo traicionadas para rendirles pleitesía y darles a entender fidelidad, complicidad o puede que un hastío que no cesa.

Y en enero, mes delgado de vacaciones parlamentarias, la ciudadanía se solaza en ese pozo negro donde el que salvó fondos de la vorágine navideña se mezcla con las víctimas de la pulsión al endeudamiento en los pesebres donde la llamada a la rebaja extasía a gente, por otra parte en su primer día de dieta imposible.

También es el lugar común para reunir balances sobre los horrores pasados y apostar por novedades que el cava sugirió la noche de la juerga por decreto, pero por desgracia para los tópicos, más allá de la tentación a recorrer las metáforas de las liturgias cíclicamente reeditadas de ese extraño maridaje entre religión, consumo, catarsis banal y fugaz deseo de ser mejores y distintos, la realidad de estas semanas se obstinó en ir a su aire y destilar sus propias consecuencias como correctivo a tanto autismo consciente.

Para empezar (el nuevo año, digo), la controvertida lluvia a la que Raimon acusó muy tempranamente de no tener la sana costumbre de ser leal con los valencianos (al meu país no sap ploure) vino a sumarse al lamentable y premonitorio incidente del veto de algunos lobbies norteamericanos a la clementina valenciana, sumiendo a nuestra citricultura en una desesperación propia de los tiempos en que el riesgo de la aventura exportadora acababa anotado en la exclusiva cuenta de cosecheros y comerciantes mientras un Estado incapaz y egoísta se llamaba a andana. Pero el año empezó, también, con un hecho de indudable entidad histórica como es la entronización de la nueva moneda europea, el euro, ligado (casualmente) a la presidencia semestral española de la Unión Europea, con lo que el eco del desastre citrícola se ve sumergido en la prensa gubernamental por la crónica triunfal de lo que parece el momento de gloria que la derecha española no pudo soñar en todo el siglo anterior.

Este enero pues, acrece la liturgia de la ataraxia social con suplementos de orden espectacular. Que nadie ose enturbiar la euforia europea donde el reinado popular se reviste de perfiles épicos -se sugiere-, de consumación de unos objetivos que siempre se le escaparon al conjunto del mundo conservador español y valenciano en varios siglos. Que esperen los malos presagios; que las desgracias no nos impidan ver el bosque del progreso reluciente que ha traído el PP a esta pequeña Comunidad, ahora sólo casualmente encharcada; que no se dé crédito a los que puntualizan, a quienes desconfían, a los que señalan que la realidad tiene otros datos, demasiados matices para corresponderse con el microclima de boda feliz que protagoniza el gobierno de Madrid, y el de Valencia.

En vísperas de un Congreso partidario ¿de canonización?, el presidente Zaplana anuncia que también la Generalitat tendrá ministro (sin cartera) en Bruselas, ahora que, al parecer, también él será presidente europeo (del Comité de Regiones).

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Pero este columnista que ha renunciado a recrear las metáforas del tópico enero en el texto siente una cierta desazón e intuye que la realidad sacará pronto de su sueño a quienes se les soldó la copa de cava en la mano la noche del cambio de año, porque, además, continúa lloviendo.

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