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El profesor universitario ideal

Muchos años de experiencia en la Universidad me han llevado a reflexionar frecuentemente sobre el modelo de profesor ideal, esa persona especial que encarna los valores que debe asumir, creer y transmitir los objetivos que debe realizar. Esta descripción utópica de la ejemplaridad en la docencia es difícil de realizar, pero es bueno identificarla y proponerla como verdad prematura que se debe buscar e intentar alcanzar. Siempre he tenido estas ideas en la cabeza y he pretendido llevarlas a la práctica. Comprendo que ni las he alcanzado ni las alcanzaré, aunque el esfuerzo y la buena voluntad también merecen ser reconocidos. Muchos profesores universitarios, a veces incluso sin saberlo, han intentado a lo largo de la historia conseguir este ideal intelectual y moral que debe identificarnos como profesión.

Por otra parte, estas reflexiones, que son en parte una autocrítica y en parte un elogio, me parecen oportunas en un momento en que, desde diversos ángulos, se descalifica a la Universidad y a la tarea de sus profesores. Es más grave si esos ataques se producen desde la Administración o desde pseudofundaciones creadas por la Administración, desconociendo el valor de la investigación universitaria o buscando otras instituciones, mejor si son ideológicamente afines, para sustituir a la Universidad y a sus profesores en tareas que les son propias.

El marco en que se mueve el profesor es la Universidad, esa institución milenaria que impulsó como nadie en la historia la secularización del saber y el espíritu científico, su marco es la autonomía como derecho fundamental de la comunidad y las libertades académicas de cátedra, de la ciencia y de la investigación. Giner de los Ríos definía a la Universidad, desde esos parámetros, como la conciencia ética de la vida y, sin duda, esa tarea difícil y pesada es propia de los profesores universitarios, que tienen que informar, formar y dar ejemplo de humanidad y de ciudadanía. Para cumplirla hace falta el coraje de Sísifo. Como decía Baudelaire: 'Pour soulever un poids si lourd Sysiphe, il faudrait ton courage'. Pero nuestra condición es desfalleciente, como decía el decano Hauriou, y la propia de profesor genera unos defectos que parecen defectos del oficio que nos marcan sobremanera y que nos alejan del ideal.

Tenemos la tendencia a juzgar desmesuradamente nuestro propio valer y a despreciar los conocimientos ajenos, lo que está en el origen de un cierto autismo elitista que desconsidera lo que otros aportan. Una soberbia insoportable puede también cegar todo lo que de bueno crean otros y alimentar la escolástica de sociedad cerrada que frecuentemente encontramos en departamentos y en laboratorios. Dos contrarios igualmente nefastos infectan las universidades e impiden la moderación esencial en el tratamiento de los haberes y de los conocimientos. Un tradicionalismo asfixiante, impulsado y alimentado desde poderes religiosos y desde la teología antimoderna, es un obstáculo para los avances, un obstáculo serio para la competencia de los profesores y para que puedan andar por sí mismos, sin muletas de censura intelectual. Recuerdo mi tristeza cuando un estudiante me dijo que no podía leer el Contrato social, de Rousseau, porque se lo prohibía su confesor. Muchas veces he pensado qué sería de ese muchacho y me he preguntado si habría contribuido a engrosar ese núcleo, no numeroso, de colegas que maldicen de la modernidad y que se parapetan tras la Edad Media.

Desde el extremo contrario, una inmadura admiración por lo nuevo y por lo que viene de fuera, antes francés o inglés, ahora anglosajón, especialmente norteamericano, obstruye la comunicación que toda cultura universitaria supone entre las aportaciones de los clásicos y lo que la rica y plural cultura europea sigue produciendo. Un nuevo escolasticismo de otro cuño que repiten miméticamente, como un dogma de fe, los temas que esos autores han tratado, que carece de espíritu crítico y al tiempo supone desconocimiento y desprecio de la historia y de la cultura de la modernidad y que por eso se admira ante el descubrimiento de lo obvio. Creaciones conceptuales como la noción de principio que se tribuye con admiración a un ilustre profesor americano, que frecuenta también la Universidad de Oxford, habría sido ya formulada en Alemania veinte años antes, e incluso está presente en alguno de los iusnaturalistas modernos del XVII y del XVIII, los ejemplos se podrían multiplicar. Es evidente que esa admiración, ignorante de tantas cosas, empobrece el bagaje cultural de los docentes, empecinados en una única dirección y unas aproximaciones monocordes.

Por fin, otros obstáculos a la aproximación al modelo ideal de profesor son la envidia y el afán de poder que se vincula claramente con la alta opinión de uno mismo y con la creencia de que su valor lo merece todo. Existe también la versión pesimista, que por las mismas razones se queja de haber sido marginada. Suele ser producto de una valoración inexacta de la realidad, de las propias posibilidades, de un rencor mal disimulado, de un desprecio de los méritos ajenos y de una creencia exagerada de los méritos propios.

Con esos planteamientos es difícil conectar con ese modelo clásico de profesor universitario que debe cultivar la tradición de unos usos académicos consolidados y muy justificados, al tiempo que ser sensible con el cambio de los tiempos, con las nuevas mentalidades, con los nuevos valores y con las nuevas tecnologías. Como dice Weber, la única virtud que tiene valor en la Universidad es la probidad intelectual y ésta debe ser el centro y el impulso del tipo humano que mejor puede desempeñar la compleja tarea de formar a las generaciones sucesivas que aparecen en las aulas. Igualmente debe mantener y continuar el desarrollo del conocimiento, fomentar la investigación y la ciencia y colaborar a la construcción de un modelo democrático de ciudadanía con su reflexión y con su ejemplo.

Este tipo humano se encuentra en su labor con una paradoja que afecta a su propia racionalidad: la mentalidad laica, que no se ve condicionada por ideas previas, es el punto de vista que mejor se ajusta a su función, mientras que en su comportamiento y en su actuación se necesitan virtudes que tradicionalmente se atribuyen a sacerdotes y religiosos. El dinero y el ánimo de lucro no deben estar entre sus preocupaciones, y si lo estuvieran se habrían equivocado de profesión. Tampoco el lujo ni un consumismo exagerado, que conduce a la alienación opulenta, incompatible con su función, sino que debe cultivar una austeridad natural que se ajusta a sus posibilidades y que favorece su dedicación intelectual. Por fin, no debe usar a la Universidad en vano como trampolín para otras profesiones, para hacer méritos a favor de los que mandan o sólo como justificadora ética de sus beneficios económicos. En definitiva, es una vocación laica y un talante religioso y desinteresado el que anima a este modelo moral e intelectual del profesor, que a todos los que tenemos vocación y amamos a la Universidad nos gustaría ser.

Gregorio Peces-Barba Martínez es catedrático de Filosofía del Derecho.

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