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Columna
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Odisea 2002

El año 2002, pase lo que pase, pasará a los anales, sin duda, como el año en el que perdimos la peseta. En los últimos días y semanas, se ha hablado hasta la extenuación de la azacaneada historia de nuestra ya ex moneda, y siempre con un tono entre naïf, melancólico y nacionalista. Esas pesetas vestidas de Cornejo y animadas por algún descarriado discípulo del peor Walt Disney han logrado ponernos la carne de gallina. Son la cosa más falsa -junto a la cobertura informativa de la guerra de Bush en territorio afgano- que uno ha visto en los últimos tiempos. Eran pesetas falsas como duros de plomo. ¿Cuándo fue la peseta un alma cándida? Ni siquiera su terca redondez fue nunca ingenua. No hay monedas ingenuas. Veremos cómo el euro, a pesar de su apariencia externa de moneda de la señorita Pepis, será tan inflexible e inmisericorde como cualquiera de sus sucesoras.

No hay monedas simpáticas y honestas, aunque nuestro paisano Ramiro de Maeztu pensara lo contrario. Don Ramiro, el hermano formal de Gustavo, se embarcó en la cruzada de convertir la pasta, el maldito dinero, en un noble instrumento al servicio del bien. Claro que su sentido reverencial del dinero tenía más que ver con el puritanismo inglés que con el rancio catolicismo vasco.

El caso es que ha pasado un año más. Ha pasado de todo en el planeta, es cierto, desde el derrumbamiento de las Torres Gemelas hasta el escándalo de Gescartera, pero lo sustantivo es que ha pasado el tiempo. A estas alturas nada nos sorprende, pero que cada 31 de diciembre nos quede un año menos continúa dejándonos perplejos. Que el tiempo, ese maestro que mata a sus dicípulos, corra lo mismo que el contador de un taxi y pase por delante de nuestras narices sin que hayamos podido tirarle de la oreja, es algo que nos sigue mosqueando. No sabemos qué cara poner ni a qué carta quedarnos. Cada día, escribió en algún sitio Gabriel Celaya, es el último y el primero de nuestras vidas. La odisea comienza ahora mismo, en este mismo instante en el que a duras penas intentamos abonar el periódico con unos cuantos céntimos de euro. El futuro está aquí, y en él, nos guste o no, pasaremos el resto de nuestras vidas.

Hemos tenido que alcanzar el año 2002 (un año capicúa y palíndromo) para instalarnos definitivamente en el futuro. Antes debimos superar, como los héroes clásicos, una serie de pruebas. Superamos el 1984 de Orwell y superamos, contra todo pronóstico (o, al menos, contra los desastrosos pronósticos del don Paco Rabanne, esa especie de Rappel de la moda y la perfumería) el aciago año 2000. Conseguimos, al fin, salir con vida. Pero nos aguardaba aún otra prueba de fuego: superar 2001. Stanley Kubrick estrenó su Odisea en el espacio en 1968. Recuerdo que teníamos peseta y teníamos Franco. Recuerdo que pensé que sería muy viejo cuando llegase, si es que llegaba, el año 2001. Cuando me imaginaba en este tiempo, indefectiblemente aparecía maqueado con un traje de plata. Kubrick se equivocó: la odisea es vivir para contarlo.

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