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El Che Guevara de Afganistán

El culto a la memoria de Masud, el líder guerrillero asesinado el 9 de septiembre por hombres de Al Qaeda, recorre el país

Guillermo Altares

Cuando Ahmid Karzai, el hoy presidente provisional de Afganistán, llegó a Kabul el mes pasado, hizo dos cosas. La primera, reunirse con los que iban a ser sus ministros de Defensa e Interior, Mohamed Fahim y Yunus Qanunis, los dos hombres fuertes de la Alianza del Norte. La segunda, viajar hasta Jangalak, un pequeño pueblo de casas de adobe situado en el corazón del Panshir, a cuyos pies fluye el río que da nombre al valle, que arranca en las puertas de Kabul. Allí, en la Colina del Líder de los Mártires, hay una modesta tumba cubierta de flores secas y rodeada de hierbas en la que está enterrado Ahmed Shah Masud.

Karzai, un pastún, sabía que, para ganarse si no la confianza por lo menos el respeto de los tayikos con los que va a gobernar, tenía que homenajear al León del Panshir. Tras su asesinato, el 9 de septiembre del año pasado, seguramente por orden de Osama Bin Laden, dos días antes de los atentados contra Washington y Nueva York, se ha convertido en el gran mito de Afganistán, en el santo de una religión sin santos.

Su entierro en el valle del Panshir fue televisado durante una semana todos los días
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En los cuarteles, los vehículos militares, los edificios oficiales, los hoteles, las tiendas, las sedes de los partidos, los puestos del mercado, los camiones, las plazas... en todas partes hay un retrato de Masud. Cuando los talibanes abandonaban una ciudad y llegaban las fuerzas de la Alianza del Norte, los carteles con la foto de Masud tardaban unas pocas horas en hacerse omnipresentes. Meses después de su asesinato, todos los pueblos del valle del Panshir estaban llenos de banderas negras en señal de duelo por el comandante que defendió aquellas tierras con un puñado de muyahidin de sucesivas oleadas de batallones de soldados soviéticos apoyados por aviación y artillería.

Da igual a quién se pregunte, a un soldado desharrapado con Kaláshnikov y chanclas o a un comandante en la cúspide de su poder. Para ellos, Masud era 'el mejor combatiente', 'el hombre que más hizo por los afganos', 'el gran muyahid', 'el soldado más valiente y generoso', 'el comandante que siempre perdonaba a sus prisioneros'.

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Cuando un asistente introduce a un comandante importante como Mohamed Daud, que controla la zona de Taloqán, siempre dirá que 'fue uno de los hombres de confianza de Masud'. Y cuando un soldado presenta al asistente del comandante, siempre dirá que conoció a Masud o que su padre luchó con Masud. Y cuando un comandante habla con un grupo de periodistas, empezará su discurso dedicándolo a la memoria de Masud. Ningún elogio o recuerdo es suficiente.

La prueba del nivel de idolatría que ha alcanzado la figura de Masud está en la incipiente televisión afgana, puesta en marcha tras la salida de los talibanes de Kabul. Todos los días, después del informativo de la noche, hay un programa único: Masud. Entrevistas con el comandante, imágenes de su visita a Francia en el año 2000 o de sus momentos de gloria en el frente, discursos, conferencias de prensa... Da igual: en el comedor del hotel Intercontinental de Kabul siempre hay un puñado de soldados y camareros contemplando el televisor fascinados. El entierro de Masud en el valle del Panshir fue retransmitido durante una semana todos los días, y no se cansaban.

El nivel de sinceridad en la devoción quedó demostrado cuando instalaron la antena parabólica. El mismo grupo contemplaba un desfile de modelos en una cadena de televisión de India; pero, cuando llegó la hora, volvieron a la cadena local para ver, por cuarta noche consecutiva, el entierro de Masud.

Y todos conocen anécdotas del comandante. Un soldado llamado Mohamed señalaba en un frente del norte del país, antes de la caída del régimen del mulá Omar: 'Masud siempre decía que no había que matar a los prisioneros, aunque fuesen talibanes'. Y otro recordaba cómo cuando sus tropas tayikas tomaron Kabul y se libraron a todo tipo de excesos Masud dijo: 'Estamos aquí desde hace un año y me he convertido en el jefe de una panda de ladrones'. Nadie quiere recordar, en cambio, que no logró frenar esos excesos, ni la completa destrucción de Kabul entre 1992 y 1996, en la que murieron 50.000 civiles, ni su salida de la capital sin luchar antes de la entrada de los talibanes.

Idealizado por escritores occidentales, sobre todo franceses y estadounidenses, Masud fue sin duda un genio de la guerra de guerrillas durante la lucha contra los soviéticos, un soldado que tuvo piedad con sus enemigos en un país donde nadie la tiene, un musulmán relativamente moderado (aunque su mujer no asistió a su entierro, siguiendo alguna de las muchas siniestras tradiciones machistas que pueblan la cultura de ese país); pero nunca logró mantener unidas a las fuerzas de la oposición tras la salida de los soviéticos.

Quizá la historia de Afganistán tras la caída de los talibanes hubiese sido diferente con Masud. Lo único seguro es que su imagen, normalmente meditabunda con un toque de Che Guevara, presidirá todos los despachos y cuarteles donde se tomen las decisiones sobre el futuro de Afganistán. 'Haré todo lo posible para mantener viva la memoria de Masud y para seguir su camino', dijo Karzai en la ceremonia de la Colina del Líder de los Mártires, que, naturalmente, ya ha sido retransmitida varias veces por televisión.

Un guerrillero de la Alianza del Norte bebe té bajo un retrato de Masud.
Un guerrillero de la Alianza del Norte bebe té bajo un retrato de Masud.AP

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Sobre la firma

Guillermo Altares
Es redactor jefe de Cultura en EL PAÍS. Ha pasado por las secciones de Internacional, Reportajes e Ideas, viajado como enviado especial a numerosos países –entre ellos Afganistán, Irak y Líbano– y formado parte del equipo de editorialistas. Es autor de ‘Una lección olvidada’, que recibió el premio al mejor ensayo de las librerías de Madrid.

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