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Columna
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Sucedáneo

Hubo épocas en que lo más esnob era decir que no te gustaba celebrar la Nochevieja, eso de tener que divertirte por obligación y hacer lo mismo que todo el mundo exactamente en el mismo momento que los demás. Resultaba un tanto vulgar imaginar a la gente con su modelo cutrelux y una botella del falso champán que el orgullo y las bodegas acordaron que en adelante se denominaría cava por derecho propio, aunque aquí, con esa capacidad de sucedáneo tan española, sigamos llamándolo champán como al mújol lo llamamos caviar, a la gula angula, y marisco al langostino congelado. Nos acercábamos a la fiesta de fin de año con una mueca de desprecio sincero pero inútil, pues pocos se atrevían, llegada la hora en punto, a no participar, incluso a solas, de ese saludo al nuevo año pautado por el tiempo convenido y las uvas convenientes, por si acaso. No hay quien pueda con las 12 campanadas.

Ahora, sin embargo, nos habíamos preguntado en qué canal ver la retransmisión de la Puerta del Sol: 'Pues en la 1, que es lo peor'. Ah, lo peor.... no hay quien pueda con ciertas tradiciones. Quién habría sospechado, por ejemplo, la vigencia a estas alturas de la capa española. Y ahí estaba, no obstante, en la pantalla del televisor conectado a la 1, a pocos minutos de unas campanadas que se decían emblemáticas para nuestra historia contemporánea o continental, ese rancio español luciendo la capa de caballero cubierto; a su lado, como es lógico, ella llevaba al cuello la pluma de marabú con reminiscencia Olga Ramos. Un gigantesco euro virtual sobrevoló de pronto a la pareja y él exclamó: 'Y ahora otra tradición importante: ¡los últimos anuncios!'. Comentamos la frase, claro está, aunque sin acritud, para acabar el año de buen rollo, y sin entrar en honduras, para no distraer la fase de apuestas: ganó Coca-Cola por unanimidad, y salió Coca-Cola, lo que nos hizo revisar, honda aunque íntimamente, nuestra posición frente a la frase del de la capa. Brevemente también, porque llegaban las uvas. Y eso sí que sí. Así que sacamos las latitas.

Tomar en Nochevieja las uvas de latita es también sucedáneo y muy moderno: vienen peladas y sin pipas, así que cumples, por supuesto, pero no te pringas. Éramos un nutrido grupo de monoparentales, un padre divorciado, dos neoyorquinas, algún desheredado y varios desconocidos, y, desde luego, acabamos con ellas y prorrumpimos en abrazos hasta lograr la combinación completa de habernos besado todos con todos, un gesto que se me antoja mucho más generoso que aquel de darse en misa la paz, que sólo se le daba a quien tenías más a mano para no montar mucha bulla; oh, qué discreta, esa paz... Así que, en definitiva, todos éramos euros al fin. Pero como yo no me había hecho con el euromonedero, en la conciencia de que lo inevitable no precisa de mi colaboración y porque me había dado la impresión de que el euromonedero sólo lo pillaban las abuelas por miedo a no estar al día y los niños porque un saquito de monedas siempre les hace mucha ilusión; y como, entre unas cosas y otras de esta nueva edad en que nos gusta recibir el nuevo año celebrando, tardé dos días en bajar a la eurocalle, empezaron, escuetamente, los dimes y diretes de los que iban y venían a la fiesta sin fin.

Que si dos cafés, dos setenta euros; que si había cola en los cajeros; que si había uno en un bar que se había tomado una caña y había dejado veinte duros de propina, para quitárselos de encima; que si otra se había cabreado porque un cliente le exigía el cambio en euros. Débiles anécdotas. No paraba de llover: 'Llueve en euros pero moja igual', recibí en el móvil. Que llovía sobre mojado, creí entender, aunque a esas alturas ya me había olvidado de la capa española y de la pluma de marabú. El titular de un periódico aseguraba que los españoles habían recibido el euro con euforia, pero yo no hallé euforia cuando bajé por fin a la eurocalle. Todo seguía igual, inevitablemente. Excepto lo que hubiera sucedido en las fiestas: la euforia de la aproximación, la euforia de los descubrimientos, la euforia de la anticipación. Una euforia que no tiene precio en euros, sino en sueños monoparentales, en deseos de divorciados, en ilusiones neoyorquinas, en afanes desheredados, en expectativas desconocidas. Ah, ese precio sin sucedáneo...

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