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Globalización, pero menos

Acabamos de dejar atrás el año que -por lo menos, durante sus últimos 111 días- ha generado en los medios de comunicación una mayor cantidad de información internacional, un volumen sin parangón desde que aquellos medios existen: noticiarios de televisión que duraban dos o tres veces su formato habitual y establecían conexiones en directo con media docena o más de corresponsales y enviados especiales en varios continentes, alarde de satélites, videoteléfonos y otros prodigios tecnológicos al servicio de la instantaneidad de la palabra y la imagen, diarios que han consagrado durante semanas varias decenas de páginas al relato y el análisis de los asuntos planetarios... Ni siquiera la II Guerra Mundial generó en su día tal flujo de noticias publicadas, aunque no fuese más que por la modesta capacidad física de los canales informativos de aquel tiempo. Y lo más llamativo de la apoteosis actual es que no se ha circunscrito a los grandes medios anglosajones: también nuestras cadenas de radio y televisión, públicas o privadas, de ámbito estatal o catalán, nuestros periódicos de difusión general han procurado -cada uno dentro de sus posibilidades- participar del despliegue cuantitativo. Apabullados por éste, es bien plausible que muchos oyentes, espectadores y lectores tengan hoy la sensación de que, por fin, hemos alcanzado la tan tópica y cacareada aldea global, de que -ahora sí- ya sabemos en tiempo real todo lo que sucede en cualquier lugar del mundo; y saberlo es casi tanto como controlarlo, como poder prevenir sus crisis futuras siempre que haya voluntad política para ello...

A esta imagen optimista -a fuer de ingenua- de la globalización, según la cual el planeta está ya perfectamente cuadriculado e iluminado y basta manejar el mando a distancia para poder ver al instante cuanto ocurre en cualquiera de sus casillas, se le pueden oponer dos grandes objeciones. Una consiste en separar el grano de la paja y rememorar las toneladas de lugares comunes, refritos, intoxicaciones y no-noticias que nos han caído encima desde el pasado 11 de septiembre. ¿Recuerdan, por ejemplo, aquellas esforzadas crónicas transmitidas durante el mes de octubre desde los confines septentrionales de Afganistán, desde los dominios de la Alianza del Norte, crónicas consistentes en explicar que allí no ocurría nada? ¿Y aquellas otras, coetáneas, que anunciaban un inminente estallido islamista en Pakistán? La otra objeción, más de fondo, radica en subrayar que, contra las apariencias de los últimos tiempos, subsisten en el mundo enormes zonas de penumbra informativa que, por eso mismo, padecen nuestra más completa indiferencia; no sólo la de los gobiernos, también la de las opiniones públicas, e incluso la de las minorías más sensibilizadas y activistas.

El pasado domingo, en estas mismas páginas, el profesor Vicenç Fisas indicaba que durante la década 1990-2000 se produjeron en el mundo 'unos 120 conflictos armados, que han implicado a 80 Estados y han producido seis millones de muertos'. Ahora bien, ¿cuántos de esos enfrentamientos han merecido un tratamiento periodístico apreciable, capaz de hacérnoslos inteligibles y de sensibilizarnos? Veamos: la guerra del Golfo o de Kuwait, la de Chechenia, la que derribó a Mobutu en Zaire-Congo, la de liberación de Timor Oriental, el genocidio ruandés, la intervención en Somalia, las guerras civiles colombiana, argelina y afgana, las de Liberia y Sierra Leona, la insurrección senderista en Perú, los conflictos fronterizos entre Etiopía y Eritrea, o entre Armenia y Azerbaiyán, tal vez la revuelta zapatista en México, no sé si la segunda intifada palestina...; en todo caso, aquellas guerras que somos capaces de recordar, porque los medios les han dedicado alguna atención, distan muchísimo de las 120 censadas. De lo cual se deduce que numerosos, sangrientos y enquistados conflictos (los de carácter étnico-religioso en Nigeria, Sudán o Indonesia, el de los tamiles en Sri Lanka, los de Georgia, Birmania o el Asia Central ex soviética y tantos otros) no han aparecido en nuestra dieta informativa más que de modo anecdótico, en algún breve despacho de agencia, sin dejarnos huella.

Todavía más: el hecho de que, en un momento dado, diarios y televisiones hayan focalizado su atención en un punto concreto del globo y hayan trasladado su tragedia a nuestros hogares no asegura para nada el seguimiento posterior de aquella crisis, más bien al contrario. Después del desembarco de marines que, en 1992, convirtió la playa de Mogadiscio en un plató de Hollywood y del pronto descarrilamiento de la operación, ¿quién ha vuelto a preocuparse por la situación en Somalia, por las luchas de clanes, por la autoproclamada independencia del antiguo Somaliland? En cuanto al Congo, ¿qué sabemos del país y de la guerra civil-regional en curso, desde la entronización de Kabila júnior hace ya casi un año? Y, para no hablar de escenarios más exóticos, ¿se han preguntado alguna vez por qué todas las mañanas a primera hora recibimos el parte de bajas e incidencias del enfrentamiento palestino-israelí y, en cambio, hace años que un periodista español no visita Argelia y nos cuenta lo que sucede allí? Argelia, que está aquí al lado y donde, en nueve años, ha habido más muertes violentas que en Israel-Palestina en ocho décadas.

No, esto no es un reproche ni contra los profesionales del periodismo ni contra sus empresas. Es sólo una invitación al realismo y a la modestia, no vaya a haber entre nosotros personas de buena fe que crean que la globalización consiste en haber visto mil veces a los aviones estrellándose contra las Torres Gemelas, y en creer beatamente que la cadena Al Yazira ha modificado el panorama informativo mundial.

Joan B. Culla i Clarà es historiador.

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