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Columna
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Festividades

La primera imagen que me viene a la memoria es la de un fresco del Giotto, que decora una iglesia italiana que no puedo nombrar. Los colores son pálidos, amables, suaves como un amanecer; soldados con peto y jubón enarbolan espadas demasiado puntiagudas, abrecartas grises; en sus manos, apilados en el suelo, en los pechos de las madres que huyen despavoridas, los niños son seres irreales, muñecos de color pastel que parecen copiados de modelos de cartón o caucho, y que reciben las puñaladas con gestos inexpresivos, igual de aptos para ilustrar una caricia que la muerte. El hombre que ordenó aquella matanza del fresco y muchas otras repetidas hasta la saciedad en las carnicerías de los cuadros barrocos era un individuo repugnante, asociado desde nuestra infancia a la sangre y el crimen. Herodes de Antípatro, el idumeo, quería ser el Mesías, y en el temor de que alguien le arrebatara ese puesto privilegiado entre los hijos de Israel, ordenó pasar a cuchillo a todos los nacidos bajo el brillo de una estrella profética; así dio pie, según el testimonio de San Mateo, a la celebración del día de los Inocentes, en el que se rinde tributo a aquellas pobres criaturas que tan injustamente pagaron la codicia de un rey. Festejar, rememorar, dedicar una jornada a un suceso que engalana o injuria nuestro pasado es revivirlo eternamente, mantener sus rescoldos encendidos, impedir que crezcan las postillas para que la herida se mantenga perpetuamente abierta y sangre y palpite. Las fiestas las proclaman los mismos que escriben la Historia, y ya sabemos quiénes son esos: los que hicieron cautivos y desarmaron a los ejércitos enemigos o silenciaron la disidencia aplicando potros. La mala fama de Herodes olvida que se trató de uno de los más avezados estadistas de su época, que dotó a Judea de notables infraestructuras -mercados, teatros, acueductos, paseos, puertos-, que trató de restañar el aislamiento hebreo introduciendo la cultura helenística en sus fronteras y llenó de esplendor las ciudades de Cesarea y Samaria. Sin embargo, lo que de él recordamos hoy es que mató a un millar de niños de los que no nos habla ninguna fuente histórica.

Cada 28 de diciembre las criaturas mueren empaladas en el fresco de Giotto, Herodes vuelve a ser el ogro de nuestra infancia y se introduce en las pesadillas de los niños: no permitimos que ese capítulo del pasado se borre o sea enmendado. El 2 de enero, en Granada, se conmemora con la obligatoria parafernalia de paradas militares e izamiento de banderas la conquista por parte de los Reyes Católicos del último bastión musulmán de la península. La repetición de esa festividad, los fastos que se suceden un año y otro están reiterando alevosamente el pasado: Granada sigue siendo conquistada y los árabes expulsados y España es por fin una, grande y libre. Los antepasados nos obligan a celebrar las tradiciones de que se compone nuestra Historia, pero hay que estar alerta al estilo y la autoría de sus páginas. No parece adecuado festejar la desaparición de uno de los pueblos que más lustre y cultura ha traído a este país, como si fuese un invitado incómodo que por fin se ha levantado del sofá: ni España empieza en la reconquista ni Herodes se limitó a ensartar recién nacidos como corderos lechales.

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