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Columna
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Menuda cartera (y 2)

He alterado ligeramente el título de este segundo capítulo sobre el euro. El primero, Cartera menuda, le convenía bien a aquellas reflexiones centesimales. Pero no al enfoque que quiero darle hoy a esta columna y que tiene que ver con el desplazamiento y con el cambio. No he necesitado mucho, sólo mover de posición al adjetivo, para que todo parezca otra cosa. Y es que las palabras no son como los números, que sólo se contienen a sí mismos. Las palabras esconden otras dentro de sí, como las muñecas rusas, como nosotros sin ir más lejos. Por eso en el lenguaje, al contrario de lo que sucede en las matemáticas, el orden de los factores siempre altera el producto. Menuda cartera pues para un tema no sé si más importante que el de la calderilla, pero, en cualquier caso, más exclamativo, el de la identidad. Porque el euro va a hacer, o por lo menos a permitir, que nos sintamos, de muchas maneras, otros.

Un poco extranjeros en nuestro propio país, obligados a manejar una moneda con la que no estamos familiarizados. Ser extranjero puede significar ser turista. El euro va a darnos esa oportunidad de creernos de vacaciones en nuestra tierra. De mirarlo todo con ojos descansados y curiosos. De detenernos en lugares que antes sólo cruzábamos deprisa, indiferentes. De jugar a recibir como descubrimientos los sabores de toda la vida.

Pero el euro va darnos también la oportunidad de más de un ejercicio de empatía. Porque hoy ser extranjero significa sobre todo ser inmigrante, documentado o sin documentar. Y esas incomodidades y desconciertos y temores ligados a la nueva moneda -que va a enredarnos, a confundirnos, a hacer que nos sintamos en más de una ocasión inseguros y vulnerables- son parte de la vivencia cotidiana de cualquiera de los muchísimos inmigrantes con quienes convivimos. Padecer en nuestras carnes algunas de las tantas desventajas de la extranjería tal vez nos ayude a reconsiderarlas y a suavizarlas. A acercarnos al otro, en definitiva, por la vía rápida de la experiencia común.

Ser extranjero puede significar además ser un extraño. Y la extrañeza, representar el desapego y la distancia. No hay que insistir en que tenemos problemas que no conseguimos resolver. Quizá el euro, con ese hacernos menos de aquí y más de cualquier parte, nos permita abordar nuestros conflictos con menos identificación y más perspectiva; y veamos así lo que sólo se ve de un poco lejos; y oigamos así lo que sólo percibe quien está obligado a aguzar el oído.

Lo que acabo de describir son viajes que en algunos casos se realizarán, y que en otros van a quedarse en meros propósitos o simplemente en nada. Pero todos valen como metáforas de la identidad que es siempre así, una mezcla de realidades y de intenciones y de nadas que nos recorren inadvertidamente. Y también de deseos. Cuántas veces hemos entendido lo que significaba ser nosotros mismos, por negación; es decir, por la fuerza con la que anhelamos ser otros, ser de otra manera, vivir otra vida, salir y regresar a otro lugar.

El euro también va a echarnos una mano en esto, como en una subvención fantástica. Dentro de muy poco tiempo en nuestras carteras convivirán monedas y billetes acuñados en distintos países, con recorridos desfronterizados y biografías políglotas y mestizas de las que podremos apropiarnos con facilidad. 'Acabo de volver de Finlandia', se nos ocurrirá decirnos íntimamente, o proclamar en público, al pagar, por ejemplo, con veinte euros fineses una ronda en un bar de la Parte Vieja donostiarra. E imaginar, o incluso añadir luego que en Helsinki algo o alguien nos está esperando.

Me dirán que es mentir o autoextraviarse. Pero es que la identidad de alguna manera siempre lo es. Un constante marcarse y despintarse los límites de lo real. Un turnarse de lo sustantivo y lo adjetivo que todo lo cambia. Con un poco de suerte.

Feliz 12,03.

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