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Buscar el remedio en la naturaleza del conflicto

A lo largo de la pasada década, en el mundo se han producido unos 120 conflictos armados, que han implicado a 80 Estados y han producido seis millones de muertos. Casi todos se han desarrollado en el interior de los Estados, con independencia de la repercusión que hayan tenido a nivel regional o internacional y de la implicación de numerosos actores externos, por lo que estamos refiriéndonos a guerras internas, guerras civiles, y especialmente, de guerras contra los civiles. Este tipo de conflictos se producen por regla general en contextos donde se ha erosionado la capacidad de los Estados para atender las necesidades básicas de la población, donde la desintegración de los mismos impide garantizar los mínimos de seguridad, o en países donde el Estado no controla partes de su territorio. Como denominador común, observamos un declive económico, la expansión de la criminalidad, la corrupción y la ineficiencia, reivindicaciones más o menos instrumentalizadas sobre políticas de identidad, la proliferación de actores en lucha y el uso de métodos dirigidos especialmente a atemorizar o masacrar a la propia población civil, convertida no sólo en víctima, sino en el blanco, el objetivo y el medio para llevar a cabo las nuevas guerras infra-estatales, en las que se ha desarrollado una nueva economía de guerra basada en la depredación de las propias comunidades. En muchos casos, aunque no en todos, esto ocurre en los países calificados como débiles, fallidos, hundidos, fracasados, colapsados o caóticos.

Tanto la debilidad de los Estados como la naturaleza de los nuevos actores armados, sin embargo, no son el resultado del azar o de catástrofes naturales, sino de la combinación de un cúmulo de violencias estructurales internas (políticas no participativas, imposibilidad de acceder a la tierra, a los bienes o a oportunidades; corrupción, clientelismo, falta de gobernabilidad, ineficiencia de los sistemas de justicia, militarismo, etc.), que operan en paralelo a la acción de algunas tendencias del sistema económico internacional vinculados a la mundialización, que impiden que muchos países puedan seguir el ritmo de la liberalización y de la competencia, o que necesita de la existencia de zonas políticamente caóticas para así llevar a cabo estrategias de rapiña sobre sus recursos naturales.

Como puede verse, tanto la naturaleza como la gestión tradicional de los conflictos armados del presente no son ajenas a la pobreza, la miseria y el subdesarrollo. Casi la mitad de las guerras o de las situaciones con grave violencia política se producen en los Países Menos Desarrollados, un grupo de 49 países (35 de ellos africanos) cuyas poblaciones están en las peores condiciones del planeta, y que además han de acoger a 7,5 millones de refugiados (el 71% del mundo) procedentes de países vecinos que están en conflicto, amén de otros dos millones de desplazados internos. El tratamiento de estos conflictos, por tanto, no ha de depender sólo de si Naciones Unidas pone en marcha Operaciones de Mantenimiento de la Paz, sino de estrategias políticas y económicas con capacidad para actuar sobre estructuras internacionales que impiden o dificultan salir de los círculos infernales propias de las situaciones de caos antes descritas. Así, pues, una estrategia de paz con visión planetaria habrá de tratar el tema de la deuda de otra forma y tendrá que ver cómo apuntala gobiernos con capacidad real de gobernar, no de rapiñar, atendiendo las necesidades de la ciudadanía, democratizando y desmilitarizando el país, atendiendo a los jóvenes, e instaurando sistemas educativos y de salud efectivos. El análisis de las causas de los conflictos armados contemporáneos nos muestra la importancia de promover una buena gobernabilidad, diversificar la producción, reducir la dependencia de la exportación de unos pocos productos, de capacitar a las poblaciones para que sean agentes de su desarrollo, de reforzar los derechos de las minorías, y de implicar a las diásporas en los procesos de paz y en la reconstrucción del país. En definitiva, para que los civiles dejen de ser las víctimas y los blancos de las nuevas guerras, hay que hacer que la guerra no sea beneficiosa para nadie, lo que entre otras cosas implica impedir que los actores armados accedan a los recursos que permiten dar continuidad a la guerra y comprar más armas. Cuanto más se actúe en las raíces de los conflictos y se ayude a realizar transiciones democráticas, menor será la probabilidad de que en estos contextos se produzcan guerras y mueran quienes menos se benefician de ellas.

Vicenç Fisas es titular de la Cátedra Unesco sobre Paz y Derechos Humanos de la UAB.

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