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No al megatribunal Constitucional

Llevan los medios de comunicación emitiendo, algo más de un mes, datos y opiniones sobre el 'desencuentro' producido entre el Tribunal Constitucional y el Tribunal Supremo, a cuenta del llamado caso Preysler (STC 17-9-2001 y STS 20-1-2001). No le coge de nuevas a los ciudadanos españoles, pues el mismo debate mediático se produjo en 1994, en esa ocasión por un asunto de investigación de paternidad (STS 7-1-1994). A estas alturas, por tanto, cada cual, aun siendo inexperto en temas jurídicos, cuenta con elementos objetivos suficientes para forjarse su opinión.

Para empezar, sabemos lo que no constituye parte del problema. No se trata de una mera ausencia de relaciones en la cúspide de las justicias constitucional y ordinaria, como se ha querido enmascarar la controversia, llevándose el TS los mayores reproches por la forma en que expresa sus desacuerdos con el TC (a pesar de que ambos emplean las mismas maneras). No es una operación de acoso al Tribunal Constitucional; sólo puede experimentar acoso quien se ve interferido en el ejercicio de sus funciones, y esto es lo que les ocurre a los órganos jurisdiccionales cuando el TC entra a conocer cuestiones de legalidad ordinaria. Y menos aún cabe aludirse a pretendidos protagonismos de los tribunales ordinarios a la hora de configurar la interpretación de los derechos fundamentales, puesto que el respeto por parte del TS a las decisiones del TC viene siendo una constante sin fisuras.

¿Dónde está entonces el problema? Exclusivamente en la interpretación extensiva que el TC viene dando al objeto del recurso de amparo constitucional (específicamente al artículo 55.1.a y c de la LOTC), considerándose autorizado para enjuiciar cuestiones de estricta legalidad ordinaria, cuando tutela derechos fundamentales.

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¿Estamos con ello poniendo en duda la validez del propio TC? Rotundamente, no. Este argumento se viene esgrimiendo también como 'cortina de humo' para ocultar las verdaderas causas de la confrontación. Nuestra Carta Fundamental encomienda al TC, en primer lugar, el control de la adecuación de las leyes a la Constitución, por la doble vía del recurso y cuestión de inconstitucionalidad (artículos 161.1.a y 163 de la Constitución); aspectos sobre los que no ha surgido el menor conflicto, primando el respeto absoluto a las decisiones del TC y el deber de suscitar las dudas judiciales de constitucionalidad. Le atribuye, también, la resolución de los conflictos de competencia entre el Estado y las Comunidades Autónomas (artículo 161.1.c de la Constitución), cuyo desarrollo tampoco ha generado conflicto alguno con el TS. La tercera función la integra el conocimiento de los recursos de amparo constitucional por violación de los derechos y libertades referidos en el artículo 53.2 de la CE (artículo 161.1.b de la Constitución); es aquí donde está el origen del conflicto, más específicamente en los amparos relativos a resoluciones judiciales. Nadie pone en duda, en consecuencia, la existencia del Tribunal Constitucional; lo que se cuestiona es la forma en que ejerce una de sus atribuciones (por cierto, no de las esenciales).

Situados ya en el ámbito de la protección de los derechos fundamentales, cabe preguntarnos cuál es el motivo específico de la colisión. En principio, no debería haber problema alguno, puesto que las funciones de ambos 'intérpretes supremos' están claramente perfiladas en la Constitución: salvo lo dispuesto para las garantías constitucionales del Tribunal Supremo, es el órgano superior en todos los órdenes (artículo 123 de la Constitución); es decir, que el TC es intérprete supremo en la tutela de los derechos fundamentales, mientras que el TS lo es en la aplicación de la ley. Pero tan precisa distribución de funciones ha encontrado, en la práctica, un escollo: la mayoría de los derechos fundamentales necesitan ser desarrollados por el legislador ordinario, circunstancia que aprovecha el TC para considerarse facultado a examinar e interpretar la legalidad ordinaria de desarrollo; lo que puede ser estimado como una invasión de las atribuciones del TS. No lo ha entendido de esta manera el alto tribunal, mostrándose, desde un primer momento, comprensivo con la situación y respetuoso con las interpretaciones realizadas por el TC. Podríamos afirmar entonces que no existe ningún problema si no fuera porque el TC ha ido mucho más lejos. Se estima facultado también para actuar como una auténtica tercera instancia: tiende, con frecuencia, a entrar en los hechos objeto del pleito, valorando pruebas y modificando las conclusiones fácticas de las sentencias dictadas por los órganos jurisdiccionales ordinarios; fija las indemnizaciones de reparación de los derechos fundamentales vulnerados, como si de un tribunal de ejecución se tratase. No queda todo ahí; además, puede -según su criterio- eludir el sistema de instancias procesales, previsto en las leyes reguladoras de los procesos, imponiendo al TS los fallos de los tribunales de instancias inferiores; incluso está autorizado -como revelan sus actos- a realizar consideraciones sobre las actuaciones del TS.

Surge la pregunta de si todas estas atribuciones son propias de la justicia constitucional. Es evidente que no. Visto desde la perspectiva descrita, el TC parece más un megatribunal que un órgano destinado a ser el 'intérprete supremo' de la Constitución, tal como se configuran sus homólogos europeos más consolidados (el Bundesverfassungsericht alemán y la Corte Costituzionale italiana). Sobra decir que está fuera de papel cuando actúa de esa manera. Su labor debe circunscribirse, nada más y nada menos, que a determinar si se ha producido la vulneración de un derecho fundamental, partiendo siempre de los hechos declarados probados por el TS. De esta manera lo establece el artículo 44.1.b de la LOTC, prohibiendo expresamente al TC fijar los hechos ('acerca de los que en ningún caso entrará a conocer'). Todo lo que conlleve valoración de las pruebas y, por tanto, fijación de hechos probados, corresponde al TS; incluida la labor de reparación del daño causado, pues se trata de una actividad de jurisdicción ordinaria que implica apreciación de prueba y determinación de los hechos. Pero todavía hay más: con el fin de garantizar y singularizar la destacada misión otorgada al TC, la LOTC le obliga a abstenerse 'de cualquier otra consideración sobre la actuación de los órganos jurisdiccionales', pues su función se limita a 'concretar si se han violado derechos o libertades del demandante' (artículo 54 de la LOTC). Conforme a los preceptos indicados, en el caso Preysler el único camino a seguir por el TC era el de anular la sentencia del TS impugnada, devolviéndole el asunto para que emitiera una nueva resolución. No actuó así, optó por confirmar la sentencia dictada por la Audiencia Provincial de la que traía causa el asunto, eludiendo las previsiones normativas señaladas anteriormente y su propia naturaleza de órgano de justicia constitucional.

Preocupa esta situación porque no se ha dado sólo en los dos casos señalados. Aunque sin reflejo en los medios de comunicación, han surgido conflictos como los expresados con gran frecuencia. Los años noventa del pasado siglo, y en lo que va del presente, han estado sembrados de múltiples controversias con las Salas Primera, Segunda y Tercera del TS (de los que son muestras más que evidentes las SSTC 185/1990, 7/1994, 37/1995, 115/2000).

Razonablemente, el repaso de estos datos, que, por tanto repetirlos, ya conocemos todos, justifica la perplejidad y preocupación de quien cree y asume el Estado de Derecho postulado en la Constitución. Los ciudadanos, por muy poca experiencia que tengan en estos temas, no pueden encajar que los máximos garantes de esta configuración del Estado no terminen de encontrar su lugar; con las graves consecuencias que ello conlleva para la seguridad jurídica de todo el sistema.

Buscar una solución definitiva a los problemas expuestos debe ser objetivo y exigencia primordial en estos momentos. Las propuestas van en dos direcciones: 1ª) reformas legislativas que articulen un mejor desarrollo del artículo 53.3 de la Constitución (potenciando la tutela de derechos fundamentales por los órganos jurisdiccionales ordinarios y reduciendo o suprimiendo la tutela del TC; 2ª) asumir el TC una interpretación restrictiva del objeto de amparo constitucional (restringiéndolo a los contornos estrictos de enjuiciar la vulneración del derecho fundamental).

Personalmente opino que la última vía ya no tiene sentido. No se puede estar a expensa de que sintonicen o no los miembros de los altos tribunales. Por otro lado, resulta evidente que la rapidez y la eficacia no son las características de la actuación del TC en la tutela de los derechos fundamentales. Es imprescindible un cambio legislativo que otorgue el 'peso' de la protección de los derechos fundamentales a los órganos jurisdiccionales ordinarios, dejando, a lo sumo, para el TC la posibilidad de decir la última palabra estrictamente sobre la vulneración del derecho fundamental.

Considero que los ciudadanos, conscientes de que está en juego su seguridad jurídica y la tutela de sus derechos más esenciales, no perdonarían un nuevo 'encontronazo' TC-TS, especialmente cuando saben que el actual presidente del Gobierno prometió en 1994 una solución definitiva que no llega.

Pablo Saavedra Gallo es catedrático de Derecho Procesal de la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria.

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