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Estampas en blanco y negro

Como preámbulo a estas reflexiones sobre el libro de Mikel Azurmendi quiero lamentar el hecho de que no haya incluido en él el capítulo sobre 'el paseo que no di' por la zona y en el que me refiere el paisaje para mi información y solaz. Pero confío en que en las próximas reimpresiones del libro que, conforme me dicen amigos de El Ejido, se vende allí como rosquillas -algo en verdad milagroso en un área poco dada a la lectura-, aquél aparezca tal como lo compuso, sin cortes ni omisión algunos.

Lo políticamente correcto en los medios intelectuales democráticos no es el mismo que entre los empresarios y horticultores de El Ejido, y si las ideas de Azurmendi suscitan inquietudes y reservas en los primeros las mías son rechazadas de plano en la nueva patria adoptiva del antropólogo. En la misma 'televisión privada e independiente' que le dedicó un 'emocionante programa de una noche entera' (véase 'Un abrazo para Pep', EL PAÍS, 6-12-01), los ataques y descalificaciones a quienes disentimos de esa conmovedora unanimidad son, como comprobé el pasado verano desde una ciudad en donde se captaba este canal regional, pan de todos los días. Si dicha televisión es libre e independiente no lo parece: su adulación continua al alcalde y a los concejales de su partido emula la que tributa la de Marbella ad majorem Jesus Gil gloriam. Ni el 'malo' de El Ejido ni Atime ni Almería Acoge ni antropólogos del fuste de Javier de Lucas o Ubaldo Martínez Veiga lo tienen fácil para pasar en antena. La libertad de la gran mayoría que vota al PP de Enciso no se extiende a cuantos no comulgan con el unanimismo en el que, tras años de duro acoso abertzale, se esponja actualmente Azurmendi.

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Pero vayamos al grano. El propósito del antropólogo de mostrar la transformación del emigrante alpujarreño que bajó de las estribaciones de la montaña o de la sierra de Gádor al entonces inculto y semidesértico Campo de Dalías en uno de los diecisiete mil propietarios de los invernaderos hortofrutícolas, es a todas luces encomiable. La vida adusta y a veces mísera del campesinado español en las décadas posteriores a la guerra civil debe ser analizada como merece por sociólogos y antropólogos para comprender cabalmente el brusco y a veces caótico acceso de la España rural a la modernidad. La empresa de estos alpujarreños que abrieron pozos en el yermo, plantaron los primeros tomates siguiendo el modelo de Canarias y cubrieron sus huertos de plástico procura ejemplos estimulantes de ello: su biografía es un auténtico filón. Yo mismo, a fines de los cincuenta, publiqué en Tribuna Socialista con el seudónimo de Ramón Vives una media docena de vidas de emigrantes en Francia, oriundos todos ellos de Levante y Andalucía. Aunque sin arranques de lirismo ni comparaciones con Ulises y los Titanes ni citas de Spinoza y de Nietzsche en un original alemán, intenté darles la palabra y con ello la oportunidad de explanar sus vidas y la razón de su exilio. Pero mi pequeño trabajo no pasó de ahí, lo que hicieron luego aquéllos a su regreso a la Península quedó en el tintero. Por eso, el estudio de ese quehacer y la manera en que lo llevó a cabo la emigración interior al Poniente almeriense merecen el reconocimiento de cuantos nos preocupamos por el tema del campo andaluz, la inmigración y los cambios económicos, sociales y culturales que ésta genera.

Pero el enfoque de Azurmendi, al cubrir a cada paso la voz de los vecinos entrevistados con la suya propia en una especie de monólogo interior en la que la primera es fagocitada y asimilada como verdad maciza por el entrevistador daña gravemente si no mata el proyecto del antropólogo. Estamos a mil leguas de Los hijos de Sánchez y otras obras de referencia del género. Los lectores no sabemos qué voz escuchamos, si la del heroico, bueno, feo o mal vecino o la del propio Azurmendi. Como dice éste al descalificar los artículos de Joaquina Prades y otros corresponsales de este periódico, tal 'estrategia narrativa es la que convierte a la crónica en algo próximo al panfleto': ¡una perfecta descripción de su propia labor!

Si en el epílogo de Estampas de El Ejido hallamos a menudo observaciones atinadas sobre ese 'laboratorio casi único' que un conjunto irrepetible de circunstancias ha creado en el Poniente almeriense y hay párrafos del mismo que podría suscribir por completo, las declaraciones directas o indirectas -esto es, pasadas por el tamiz reflexivo del autor- de los vecinos retratados en el libro dejan cuando menos perplejo al lector ajeno a las intimidades del laboratorio. La predisposición del antropólogo a dividir el paisaje humano entre buenos y malos y su afán de identificarse con los buenos del Poniente almeriense no favorece desde luego la credibilidad de su empresa. Su insistencia en ello y el contagio del unanimismo circundante le conducen a caer en el mismo maniqueísmo que execra. No llamaré a esto 'periodismo de Goebbels', como el que achaca a los corresponsales del periódico en el que tanto él como yo escribimos, pero sí trabajo tan escorado que amenaza con desplomarse página tras página y que al final se desploma.

Los buenos del lugar, casi todos ellos próximos a Luis Enciso y no a Manuel Pimentel, nos refieren sus vidas, como José Murcia, en perfecta sintonía con la España de Aznar. 'Sólo tres personas -nos dice Azurmendi- le echaron su brazo a José; una le llevó para su casa y la otra le enseñó a leer, ambas eran de la España de derechas. La tercera también tiene una raigambre de derechas, es el padre del alcalde, 'un señor muy bueno que asentaba género y compraba todas las cosechas'. El párroco navarro de la iglesia de El Ejido, portavoz, cómo no, de los buenos, le explica al antropólogo que 'la gente de aquí no es racista. Nada de eso... Lo que pasa es que se llena la copa... aquí, el año pasado, la gente se cansó; a las mujeres las violaban. Paseaban los padres con sus niñas y los magrebíes las insultaban y se ponían a mear delante de ellos... Para un español están diez cobrando de lo del paro... los magrebíes, los moros son muy vagos', etcétera. Ahora bien: ¿hay pruebas concretas de las presuntas violaciones? ¿cuántas han sido denunciadas en el juzgado de guardia? El santo párroco no lo especifica y el antropólogo no nos lo aclara. Joaquina Prades indagó sobre este punto en la comisaría y no obtuvo sino respuestas imprecisas. Pero aun en el caso de que dichos delitos y actos contrarios a toda norma de civilidad fuesen ciertos y no dimes y diretes sin base alguna, habría que preguntarse por qué se producirían tan sólo en El Ejido y no en el resto de España y de los países europeos con un gran contingente de marroquíes. ¿No serían entonces una respuesta brutal o lamentable a algo que Azurmendi omite mencionar: una situación inhumana propia del lugar y de las condiciones de vida de sus inmigrantes? El antropólogo señala que la mayoría de ellos están allí de paso y en cuanto regularizan su documentación se largan de inmediato a Cataluña o a los países de la Unión Europea. La inmigración de El Ejido es volátil y se renueva de año en año: parte de ella trabaja 'sin papeles' a la merced del precio fijado por los propietarios de los invernaderos y algunos subsisten mediante hurtos y trapacerías, como en numerosos guetos de Europa, América o África. Esa delincuencia se da en todos los colectivos y comunidades, pero nuestro antropólogo no lo estima así y traza una línea divisoria, no sé si cultural o genética entre malos (los magrebíes) y buenos (los demás).

La acumulación de opiniones xenófobas contra los moros, expuestas por los vecinos heroicos o buenos a Azurmendi y avaladas tácitamente por él llenarían columnas de este periódico. Así, me limitaré a espigar unas pocas: 'Todos esos moros de ahí fuera son chatarra...', 'la invasión, ya sabe usté... van colándose, colándose, colándose. Hay aquí millones que se están metiendo en toda Europa... Y se pueden poner a cortar pescuezos. Usté podrá matar con veinticinco cartuchos a veinticinco, pero cuando llega el veintiséis, a usted se lo han limpiado'. Tras este florilegio ejemplar, el antropólogo comenta: 'Y me viene a la memoria los que me aseguraban, Simón, José, Francisco y todos los campesinos con los que he hablado, unánimes todos en que uno no se puede fiar de los magrebíes'. ¡Vaya lección de antropología! Las matizaciones tibias de Azurmendi en el epílogo apenas quitan hierro a tal andanada.

Más nocivo aún me parece el retrato de Mercedes García, presidenta de la Asociación de Mujeres Progresistas de El Ejido, cuyo local fue saqueado durante los sucesos de febrero de 2000, y que vive desde entonces en una situación difícil, objeto del odio de muchos vecinos y de un frecuente acoso de amenazas telefónicas. 'El Malo en El Ejido es Mercedes. Y lo entiendo . Comenzó en los años de lo políticamente correcto, donde situó su discurso: trabajar para las mujeres. Eso en los inicios, 'porque las mujeres trabajaban como burras'... y además existía el maltrato. Y debió de ser inicio molesto, pues intentar que la mujer deje de ser burra en el trabajo ya es discriminarla favorablemente respecto a lo burro que trabajan también sus maridos... Y los hombres del trabajo burro no van a entender ese discurso, pues el trabajo afecta a la célula conyugal como tal, cuya ley impele a ambos apechugar por igual con la tarea, a él como a ella'. Y tras ese brillante exordio, nuestro antropólogo añade: 'La gestoría de Mercedes... no defiende más que a los inmigrantes [marroquíes]. Y esa nueva circunstancia no mejora en nada la recepción social de aquel escorado discurso de los inicios, porque el ciudadano que paga a su gestor, se pregunta de qué vive Mercedes. Y crece la sospecha de que vive a expensas del más pobre...'. ¿Labor científica o panfletaria? La insidia que rezuma de estos y otros párrafos se compadece mal con los designios didácticos de Azurmendi. Su libro nos habla menos de las complejas realidades económicas y sociales de El Ejido que del estado de ánimo creado por éstas en sus habitantes.

En un reciente coloquio de la Fundación para la Modernización de España sobre los flujos migratorios, el sociólogo Antonio Izquierdo mostró, estadística en mano, las actitudes y situaciones divergentes en el tema entre Almería y el resto de España. Azurmendi puede simpatizar con las primeras mas no ignorar los datos y elementos que un buen conocedor del problema como Martínez Veiga pone al desnudo, con rigor y sin apasionamiento, en su obra sobre la discriminación, exclusión social y racismo en El Ejido. Escudarse en el contradiscurso a lo políticamente correcto lleva a una nueva y capciosa forma de corrección en la que, como me dice un ensayista amigo, la valentía no se mide por el hecho de no sacrificar el juicio personal al prejuicio colectivo sino por el de expresar lo que una mayoría silenciosa piensa y no se atreve a formular por contradecir los principios de derecho universalmente acatados. Los invasores maketos o 'nuestros moros de Euzkadi' que denostaba Sabino Arana adolecen de los mismos vicios (holgazanería, lujuria) que los moros de El Ejido retratados por Azurmendi y se parecen a ellos como dos gotas de agua. Para este largo y circular viaje, del pez que se muerde la cola, sí se necesitan alforjas.

Juan Goytisolo es escritor.

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