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El glaciar herido

Dando piruetas imposibles sobre la pista de patinaje del Rockefeller Center, Woody Allen nos ruega que no olvidemos su ciudad. Pero Nueva York nos espera por muchos motivos, entre otros, porque hay librerías abiertas a las doce de la noche, por la experiencia de pasear de madrugada por Times Square, el no-lugar más visitado del mundo, y porque todavía quedan lugares que respiran auténtico ambiente new yorker, lugares alejados de las zonas saturadas de tiendas clónicas de moda italiana por donde deambulan hordas de bellas japonesitas fashion victim, arrastrando sus compras hacia el hotel como auténticas sherpas de lo efímero. Ahora, que todavía el ambiente está cargado de amianto, benceno, cromo, sulfuro de hidrógeno y otros restos tóxicos de una nube humeante que tardará meses en agotarse, podemos refugiarnos en la casa más confortable que tiene la memoria, la buena literatura, para viajar hacia la ciudad herida. Como ha escrito el novelista Carlos Perellón: 'Ahora que la realidad imita a la mala literatura, la literatura nos servirá para reflexionar. La cultura es siempre un asidero en tiempos de barbarie'.

Uno de los efectos del 11-S más fácilmente predecible es la torrencial avalancha memorialística que provoca una catástrofe acompañada de tanta proximidad visual. Los escaparates de las librerías americanas se llenan estos días de libros que explotan el '¿dónde estabas tú cuando...?'.

Algunos textos ya han sido editados con títulos muy previsibles: 110 stories, a propósito del número de pisos de las torres, ó 09/11 8:48 AM. Al mismo tiempo, surgen en Internet cientos de lugares en los que se manifiesta colectivamente la experiencia personal, lugares invisibles en los que millones de anónimos internautas se funden en un abrazo virtual como terapia frente a la desolación. Probablemente las catástrofes de siglos pasados generaran idéntica necesidad de expresar con palabras la angustia, la desazón y la experiencia tambaleante de los sentimientos. Pero anotemos que ese ejercicio masivo de curación expresiva se realizaba en los regazos de la privacidad y solamente traspasaba las fronteras de la intimidad destilado en literatura. Han tenido que pasar décadas, por ejemplo, para que los historiadores hurgaran en el trasfondo de los millones de cartas que enviaron desde el frente los soldados que lucharon en la I Guerra Mundial. Hoy, Internet, la televisión o la radio producen cataratas diarias de 'cuénteme su caso'. La fórmula del 'ya que no hay nada nuevo que añadir cuente al menos cómo lo vivió usted' funciona.

Es muy saludable desde el punto de vista emocional dar rienda suelta a esa necesidad innata de afirmar nuestra proximidad con las cosas y con los acontecimientos. Yo doy por bien empleada la tarde que pasé rebuscando mi fotografía desde Staten Island con las torres al fondo, básicamente por los daños colaterales de tan incisiva búsqueda, me refiero al resto de viejas fotos con las que tropecé por el camino. Pero estos raudales de testimonialismo en bruto nunca deben confundirse o mezclarse con el buen periodismo y con la buena literatura. Una cosa es fumigar a medio mundo con altas dosis de mi maravillosa mismidad, y otra muy diferente es la literatura. Las esquirlas de vanidad y soberbia que inevitablemente se desprenden del relato de la experiencia personal sólo caben en la literatura cuando se manejan por los grandes maestros artificieros de la palabra. Transformar la volatilidad de lo vivido fugazmente en literatura sólo está al alcance de los mejores.

Propongo volver a Nueva York paseando por las palabras pero abandonando el testimonialismo pegajoso y cabalgando sobre la pista de quienes respiraron literariamente la ciudad, quienes convirtieron a Nueva York en el escenario de su imaginación escrita. La ciudad que se construye moderna en las primeras décadas del siglo pasado, la ciudad populosa de los barrios de inmigrantes y de los automóviles sale del retrato de John Dos Passos en Manhattan Transfer y del soberbio referente literario que es Llámalo sueño de Henry Roth. De la generación de la postguerra, la de Mailer y Bellow, escojo las menos conocidas páginas de The Assistant, de Bernard Malamud, que nos contagian de la atmósfera comercial y urbana de Brooklyn. El Nueva York otoñal, humeante, aburguesado, la ciudad de los oficinistas engabardinados y el ruido ronco de los ascensores se construye sobre las narraciones de los escritores que presentan armas sobre las páginas satinadas de The New Yorker; una extraordinaria cantera de la que forma parte John Cheever, el Truman Capote de Breakfast at Tiffany's y el Salinger de The Catcher in the Rye. Vendrán luego los escritores que hacen renacer sobre el sucio Harlem un nuevo imaginario soul: las historias de Simple, el personaje creado por Langston Hughes, o las andanzas de Grave Digger Jones y Coffin Ed Johnson, la pareja de detectives imaginada por Chester Himes. Y para comprobar que los bajos fondos de los sesenta no eran sólo negros hay que leer East Village de Yuri Kapralov. Ya metidos en la década de los ochenta irrumpirá Tom Wolfe con La hoguera de la vanidades, donde Nueva York se ha transformado en el deslumbrante escenario de la América más artificial, absurda y obsesiva. Entre nosotros el autor último más conocido es Paul Auster, su Trilogía de Nueva York y sus versiones cinematográficas, pero me fijaré en Don DeLillo y su majestuosa Underworld, novela traducida como Submundo, auténtico océano de aromas en el que se respira la gran ciudad y cuya lectura hace brotar el murmullo urbano de mil ruidos que acompaña a las ciudades cuando las oteamos desde una azotea alta.

Atrincherado en las páginas de DeLillo imagino el majestuoso telón vertical de Nueva York tan cerca como aquella gélida mañana de la foto recuperada. Y sobre las palabras me reencuentro con el perfil gigante de la ciudad herida, con los acantilados de un gran glaciar embarrancado en las frías aguas del Hudson.

Manuel Menéndez Alzamora es profesor de la Facultad de Ciencias Sociales y Jurídicas de la Universidad Cardenal Herrera-CEU.

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