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Columna
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Sólo literatura

El jazz fue para nosotros una asignatura obligatoria desde que leímos que los franceses, esas criaturas literarias, se pasaban todo el santo día escuchando a manadas de negros que jadeaban sobre trompetas y contrabajos. Entonces todos deseábamos ser existencialistas, gentes lánguidas y poéticas con jerseys de cuello vuelto y un lejano aire de despreocupación a lo Albert Camus, y cuando aprendíamos en las páginas de Sartre que la angustia de Antoine Roquentin subía en oleadas desde el disco de Billie Holiday o Ella Fitzgerald que oía en un bar (todos seremos como la voz de esa muerta que canta), encendíamos los tocadiscos y nos torturábamos con músicas que no entendíamos, tratábamos de distinguir el dixieland del bebop caminando a ciegas, y en la soledad de los dormitorios volvíamos a resucitar a Charlie Parker para que soplara su saxofón mientras fumábamos sobre la colcha, en la esperanza de volvernos seres tan profundos y estéticos como los protagonistas de nuestras novelas francófonas. Luego llegó Cortázar y todo fue mucho peor: no sólo se consideraba forzoso machacarse el aburrimiento con esas grabaciones que conseguíamos en programas de radio a la tres de la mañana o de la colección del hermano músico de alguno de nosotros, sino que también debíamos conversar, predicar, intercambiar nombres y dictámenes, afirmar, aunque no tuviésemos idea de quiénes eran Dizzy Gillespie y Miles Davis, que uno era mejor que otro o que la trompeta del último había supuesto una aportación irreemplazable en la historia de la música. El compact disc aún no había monopolizado las tiendas, de modo que los discos que nos traíamos a casa con el dinero ganado dando clases de latín o inglés eran aquellos dinosaurios negros de vinilo que colocábamos sobre el plato del equipo de música en medio de un silencio litúrgico y ataques de escepticismo. En el fondo, todos dudábamos que, a pesar de nuestra insistencia, algún día termináramos por comprender y apreciar aquella música endiablada, anárquica y a ratos estridente, porque aunque no lo confesáramos, el que más y el que menos prefería seguir oyendo a Santiago Auserón o compartir las bondades del silencio.

La adolescencia tiene el tamaño de una sola persona. Todo lo que queda al margen de ella cobra tan sólo una importancia indirecta, accesoria, en subtítulos, que pueden y no pueden leerse. Sólo logramos amar el jazz de veras cuando nos olvidamos de nosotros mismos, de lo imprescindible que era escucharlo y disertar correctamente sobre las versiones de unos y de otros con gesto de experto. El lugar en que ese cambio se produjo fue en las jornadas del festival que se celebra ahora, que se viene celebrando desde hace muchos años, el Festival de Jazz en la Provincia de Sevilla, en el que el placer de escuchar era el único salvoconducto válido para ocupar la butaca. En aquel teatro de pueblo, abandonados sobre las gradas en compañía de tres o cuatro sombras desorientadas, tuvimos conciencia de lo que seguimos aprendiendo hoy, en el mismo lugar: nos gustan las trompetas y los saxofones y los xilófonos por lo que son, por cómo suenan y nos acompañan y nos hacen parte de su vida de metal y aire. Y el resto, como había dicho precisamente Cortázar, es sólo literatura.

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