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Jiménez Díaz: médico y patriota

El patriotismo es, sin duda, un tema de moda. Un torbellino de ardor patriótico recorre los Estados Unidos de Norteamérica desde los trágicos y penosos acontecimientos del pasado septiembre. En España, líderes políticos destacan las virtudes patrióticas de los 'padres fundadores', figuras relevantes del pasado que conviene reivindicar. Otros, mientras, preparan ponencias sobre patriotismo destinadas a promover la discusión y el debate sobre un tema de tan grande enjundia, con el propósito de estimular las virtudes patrióticas en la ciudadanía. Afamados articulistas nos ilustran sobre las implicaciones y virtudes del patriotismo en sus distintas concepciones.

A la gente de mi generación, formados en la inquieta universidad española de los sesenta, la palabra patriotismo, así a secas, francamente nos repelía porque identificaba la patria, y por tanto lo patriótico, con una única y excluyente concepción de España. Este uso patrimonial del concepto ha sido tan ampliamente denunciado que quizás por ello hoy nos gusta matizar el patriotismo como no nacionalista, democrático, republicano o con mayor oportunidad, constitucional.

Yo, sin embargo, les quiero hablar del patriotismo a secas de un hombre irrepetible que se definía a sí mismo como un soñador, que alentaba sueños de modernidad; un hombre cuyo patriotismo era, sin más retórica, auténtico amor a España y a sus conciudadanos. Este hombre era Carlos Jiménez Díaz.

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Nacido en 1898 en el seno de una familia modesta, era heredero del crítico espíritu regeneracionista de los grandes hombres de aquella generación. Cuando aún era un joven estudiante de veraneo en las montañas de Cercedilla, su tesón y determinación le hicieron diseñar un instituto, donde los médicos pudieran practicar su arte en estrecha colaboración con otros en un ambiente humanista y tecnificado; donde se pudiera realizar investigación básica y aplicada y al tiempo se pudiera enseñar a jóvenes pre y posgraduados. Este instituto, entonces sólo soñado, sería con el paso del tiempo la clínica de la Concepción, y a su muerte, la Fundación Jiménez Díaz.

Como su maestro Cajal, Jiménez Díaz asociaba al sabio con el patriota ardiente, ansioso de honrarse y honrar a su país, enamorado de la originalidad e inclinado más a la acción que a la palabra. Ambos querían no la decadencia de otros, pero, desde luego, que España no fuese más pequeña ni dependiente. Se ha dicho muchas veces que el investigador no tiene más patria que su propio laboratorio ni más interés que el de la vanidad y su propio egoísmo. Y es cierto que la ambición de 'bautizar con el propio nombre una nueva estrella en el firmamento del saber' (Cajal dixit) es un afán legítimo, y en el caso que nos ocupa, una feliz coincidencia entre el amor propio y la filantropía. Ambos coincidieron en la vida y obra de Jiménez Díaz.

A los duros años treinta dio paso la posguerra, y con ello, una época enormemente dura, en la que desde la perspectiva de los años transcurridos es difícil siquiera imaginar las condiciones de la investigación biomédica. La ardua tarea de recuperar a los colaboradores desperdigados o represaliados, montar de nuevo los laboratorios con las ruinas del hospital Clínico, el doloroso sentimiento de ver partir a la emigración a sabios entonces sólo potenciales, como Severo Ochoa o Francisco Grande, o batallar contra la incomprensión, la envidia y la ignominia, no fueron obstáculos suficientes para vencer la determinada voluntad de Jiménez Díaz. Gracias a la generosa contribución de muchas personas y a una clara determinación política, la clínica de la Concepción abrió sus puertas en 1955.

Allí se han tratado desde entonces cientos de miles de enfermos. Se han formado numerosas promociones de médicos -muchos, luego jefes de servicio que creaban sus propios grupos- desde mucho antes que se estableciera en nuestro país el sistema MIR, que tanto bien ha hecho a la medicina española. Se han creado especialidades médicas y se han ensayado técnicas innovadoras. Se han producido descubrimientos relevantes en importantes áreas de la patología humana y se continúa desarrollando una actividad en la triple vertiente asistencial, docente e investigadora. Ésta era la vocación de Jiménez Díaz que sus discípulos continuaron a su muerte. Una muerte anunciada que le sorprendió con la bata puesta en los pasillos de su querida institución.

Problemas de naturaleza económica, derivados en lo esencial de una financiación insuficiente, dieron lugar a que al final de la década de los ochenta nos encontrásemos en una grave situación financiera, que, de continuar, ponía en peligro de desaparición a la Fundación Jiménez Díaz. La perspicaz visión del problema y su trascendencia y el claro entendimiento de que se trataba de salvar una obra de naturaleza, no sólo benéfica y docente, sino de raíz hondamente patriótica, movió al Gobierno socialista del señor González a intervenir en la institución, ensayando un sistema hasta entonces inédito de coste por proceso, mejorando el sistema de financiación y controlando su funcionamiento con gestores cualificados. El cambio funcionó y el hospital pudo recapitalizarse en infraestructura, tecnología y personal y mejorar muy significativamente sus rendimientos y eficacia. El empujón de esos años proveyó la inercia suficiente para resistir durante un tiempo. Desgraciadamente, los nuevos conciertos impuestos por el Sistema Nacional de Salud, y aceptados por la institución desde 1996, han llevado a la misma a una nueva pero aún más grave situación de penuria económica, hasta el punto de no poder pagar a proveedores de material sanitario y fármacos.

En estos días observamos atónitos un ridículo cruce de acusaciones entre la Administración sanitaria y la dirección de la clínica de la Concepción de cicatería y prodigalidad, de financiación insuficiente y torpeza en la gestión. No cabe duda de que la provisión de cuidados médicos a una población de 250.000 ciudadanos, incluyendo servicios tan caros como el tratamiento del sida, de las formas más agresivas de cáncer y leucemia, colocación de prótesis cardiacas o articulares, cirugía de la epilepsia y de las arritmias cardiacas, por sólo citar algunos, no puede dar más que pérdidas económicas. Pero ¿podemos o debemos valorar los cuidados de la salud sólo en concepto de gasto?

Como en otra ocasión, la Fundación Jiménez Díaz depende de una decisión política para subsistir. Las condiciones pueden de nuevo redefinirse, un nuevo marco de relaciones con la Administración sanitaria deberá ser establecido, pero si no queremos perder la obra de Jiménez Díaz, será necesaria una decidida voluntad política que asegure, y esta vez para siempre, el futuro de esa institución histórica en un país con poca memoria histórica.

Yo no conocí a Jiménez Díaz. La gran mayoría de los médicos que hoy practicamos el arte en la clínica de la Concepción no le conocimos personalmente. No obstante, con humildad nos consideramos continuadores de su obra, o, si se quiere, de sus sueños: proveer a nuestros pacientes de una medicina moderna, innovadora, basada en el humanismo y la compasión; poder contribuir a su avance y enseñarla a nuestros estudiantes y residentes.

El 13 de febrero de 1955, en la cena que culminó el día de la inauguración de la clínica de la Concepción, Jiménez Díaz se dirigió a sus colaboradores con estas palabras: 'Nosotros somos, queremos ser, la cabeza de una tradición. Vivamos todos con ese espíritu que puede persistir, no por nosotros, sino por todos los que vengan después, por nuestro país, porque solamente entonces podremos aspirar a ser historia'.

Manuel L. Fernández Guerrero es jefe asociado del Servicio de Medicina Interna, División de Enfermedades Infecciosas, y profesor de Medicina en la Fundación Jiménez Díaz de Madrid.

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