El príncipe blanco
Un príncipe triste, de cuento sin hada. Pierde su azul: se queda en blanco. Puede ser algo más si su decepción se ha fraguado en la política: una señal -otra- del camino de regreso. La Monarquía apareció simple, sencilla y nueva; sin palacio, ni corte, ni tiro de pichón. Casó a sus infantas con simples, después de haber sido libres. Dejó corretear al hijo único. De pronto, salta el orgullo antiguo, el mito de la sangre azul, la severidad de que el deber obliga a renunciar al amor: la trascendencia: 'sueña el rey que es rey', decía el melancólico Calderón. Habían aceptado todos que hubiera una Monarquía fingida, y los personajes hacían su representación, como si el jefe del Gobierno no estuviera asumiendo, insaciable, el papel del jefe de Estado.
Ya le veíamos, a ese villano, en el regreso sobre sus huellas, hacia el paraíso perdido de la autocracia: en las costumbres, en las nuevas represiones, en la Iglesia jerárquica y dura, en el desprecio racista, en la sed insaciable del ungido por los votos. La negación al Príncipe de la Corona del derecho a elegir es otro salto atrás. Cuando España es un jirón del mundo, hecha jirones de sí misma, el anacronismo nos recuerda quiénes fueron y dejaron de serlo por la creencia de que el poder viene de Dios, y de que sólo su semen y sus óvulos transmiten esa celestial sabiduría. Hay más gravedad de lo que parece en el cuento sin hadas: los grandes titulares de los periódicos y su identidad editorial sacan al aire que este asunto desagradable y frío tiene más significado del que parece y que pertenece a una política rígida y soberbia. La de los monárquicos profesionales, la de los consejeros áulicos. El propio dañado pierde algo de su calidad y de su personalidad al tener que decir que no ha habido presiones ni obligaciones, cuando todos las conocemos.
Hay un desprecio a la voluntad, a la democracia auténtica, hacia la chica que gana su vida con su trabajo. Y el ensueño de futuro de que la Monarquía es para siempre. No sé si el personaje vulnerado tendrá que volver a las tradiciones de sus antepasados, a la capa galana del 'real mozo' Alfonso XII, embozado para amar fuera de palacio; a los palcos reales donde Alfonso XIII iba depositando en las bellas cómicas semillas de cómicos futuros. Amores de guardia de corps o de generales que eran niños bonitos: la sangre borbónica.
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