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El presidente de los bobos

Una de las grandes reglas de una sociedad avanzada es que todo tiene un límite y que ir más allá del mismo significa romper las reglas de juego fundamentales. Creo que esto es lo que ha ocurrido en nuestro país con los exabruptos del presidente del Gobierno, José M. Aznar, en torno a un descafeinado Día de la Constitución. En tanto que ciudadano, respeto su condición, aunque en muchos temas no comparto sus ideas y sus decisiones. Pero no le puedo respetar cuando se rebaja a sí mismo y nos rebaja a todos con un lenguaje más propio de un chulo de barrio que de un presidente del Gobierno.

No sé si ha caído en la cuenta de que en un sistema democrático el presidente del Gobierno no sólo lo es de los que le votaron, sino también de los que no le votaron, y que, por consiguiente, insultar tan despectivamente como lo ha hecho a líderes socialistas y de otros grupos, a rectores de universidad, a profesores y estudiantes, a sindicalistas y a periodistas, felicitar a su delegada en Cataluña por llamar visionarios e iluminados a los que reclaman la reforma de la Constitución y ofender a miles de personas que se han sentido concernidas por sus burlas de mala uva, es lo contrario de un presidente demócrata y, por tanto, un presidente que deja paticoja a la democracia. Más allá de las diferencias entre el Gobierno y la oposición, toda democracia necesita un presidente del Gobierno sólido y no un pésimo chistoso que convierte a sus ministros y parlamentarios en un coro de baja categoría con la misión de jalear al jefe y armar el follón para burlarse de un adversario convertido en enemigo. Es posible que los suyos se lo pasen bien, pero no creo que a la gran mayoría de los ciudadanos y las ciudadanas les guste tan penosa función. Más bien acabarán pensando que esto del Parlamento es un teatro cómico de escaso interés para los que no tienen butaca en él.

Toda esta parafernalia gira en torno de una concepción del pasado y del futuro políticos que divide al país en los buenos, o sea, los suyos, y los malos, o sea, los demás. Los primeros tienen como principal misión aplaudir al jefe. Los demás son diversas especies de insectos que pululan a la deriva. Y luego hay unos cuantos que parecen estar por encima del jaleo, como los llamados Siete Padres de la Constitución, y que, precisamente por ello, son presentados como unos santos, aunque en privado se les tiene más bien por reliquias del pasado.

Yo tengo el gran honor de ser uno de ellos. Como tal, considero a los demás como amigos y compañeros, aunque a veces no esté de acuerdo con las opiniones de algunos, del mismo modo que ellos no están de acuerdo con algunas de las mías. Más allá de las diferencias, nos sentimos orgullosos de haber contribuido a crear y fortalecer una democracia que ya ha batido todos los récords de duración y estabilidad en la historia de nuestro país. Pero a veces se nos atribuyen cosas que no son verdaderas. Y una de ellas es, precisamente, el problema del Senado.

Se dice, por ejemplo, que en la cuestión del Senado no hay que tocar nada porque los Siete Padres lo dejaron como está. Pues bien: esto no es verdad. El artículo 60 del Proyecto de Constitución, que fijaba el número y la composición del Senado, decía lo siguiente, en los apartados 1 y 2: '1. El Senado se compone de los representantes de los distintos Territorios Autónomos que integran España (en aquel momento todavía no se había adoptado el nombre de Comunidades Autónomas); 2. Los senadores serán elegidos por las Asambleas Legislativas de los Territorios Autónomos, entre sus miembros, por un periodo igual al de su propia legislatura, con arreglo a un sistema de representación proporcional y de manera que se asegure la representación de las diversas áreas del Territorio'. El apartado 3 del mismo artículo señalaba que cada Territorio Autónomo podía elegir diez senadores y otro más por cada quinientos mil habitantes, sin igualar ni doblar el número de senadores de otro Territorio. Y el apartado 4 era una puerta abierta a las posiciones de todos los partidos, al establecer que el Congreso podía elegir hasta 20 senadores entre personalidades que hubiesen prestado servicios eminentes en la cultura, la política, la economía o la administración.

Éste es el Senado que los llamados Siete Padres incluimos en el proyecto de Constitución que se nos había encargado. Era un Senado participativo en la gobernabilidad general del país y, como tal, un elemento clave para la relación entre las autonomías y entre éstas y el Gobierno. Pero no fue el Senado que finalmente se aprobó en la Comisión Constitucional tras una dura confrontación entre la UCD y el partido de Fraga, por un lado, y los demás por el otro.

El Senado actual es una copia del Senado de la Ley de la Reforma Política de 1977, o sea, la copia de una ley anterior a la Constitución y a mitad de camino entre el franquismo y la democracia. La UCD batalló a fondo contra el Senado que habíamos creado en la ponencia constitucional porque creía que su capital de votos estaba en las zonas rurales y en las viejas provincias. Y así nos encontramos con una Constitución que intentaba superar el pasado, que introducía una novedad tan extraordinaria como un sistema de autonomías parejo al de las constituciones más avanzadas de Europa y, de golpe, dejábamos esta novedad a mitad del camino y situábamos a las viejas provincias en un primer plano absurdo.

Así seguimos todavía, impertérritos ante otra gran novedad como la de la zona euro, que no podremos gestionar con un poder ultracentralizado y las viejas provincias, mientras diecisiete Comunidades Autónomas seguirán encerradas en un sistema que no les da margen de maniobra para moverse en espacios más anchos entre ellas y el Estado y también con los vecinos de Francia, Portugal y más allá. Hablar del Senado es hablar de todo esto. Encerrarse en el Senado actual es dejarlo todo en manos de un Gobierno profundamente centralista y unas provincias que bien poco pueden aportar a la futura Europa.

Éste es el asunto del día y no el de los que acusan a sus adversarios políticos de bobos y que, en nuestro caso, utilizan el nombre de Siete Padres de la Constitución en vano. Que yo sepa, la mayoría de los siete no estamos por la labor de los jefazos de La Moncloa en este tipo de asuntos. Y a uno de ellos, Gregorio Peces-Barba, le hemos visto, profundamente indignado, al frente de las manifestaciones contra la Ley de Universidades. Sé muy bien que la discusión sobre un tema tan importante será imposible mientras el PP tenga mayoría en el Congreso y en el Senado. Pero también conviene saber que con esta misma mayoría se impide hablar de otros asuntos, como el de Gescartera, o el de los medios de comunicación controlados por el PP, o el de los negocios oscuros de dirigentes de distinto nivel o el de sus colocados en el Poder Judicial. Pero a la larga saltará lo que tenga que saltar y espero que entonces podremos trabajar y resolver los asuntos que nos habrán dejado por ahí los especialistas de las bobadas feas y grises.

Jordi Solé Tura es senador socialista de la Entesa Catalana de Progrés.

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