Sin título
Me van a permitir que no le ponga nombre a esta columna, porque trata de la ausencia y entiendo que ésa es una buena manera de empezarla. Con la ausencia tiene que ver la polémica que ha abierto estos días en Gran Bretaña la concesión del premio Turner 2001 a una obra de Martin Creed, que es una especie de nada instalada en la Tate Gallery: una habitación vacía en cuyo techo un dispositivo eléctrico enciende y apaga la luz a intervalos de cinco segundos.
No sé si se puede ser verdaderamente experto en algo tan impreciso -imprecisado- como el Arte Contemporáneo, yo desde luego no lo soy. Pero así, espontánea y alegremente, tengo que decir que esa obra de Martin Creed me interesa. Si la significación es la capacidad de algunas obras de trascender los límites de lo que cuentan, ese vacío de Creed traspasa desde luego sus paredes, para expresar perfectamente -'resumir implacablemente', decía Cortázar- la época que lo provoca y el contexto cultural que lo cobija.
Y así son nuestros tiempos: mientras la inmensa mayoría de la humanidad padece ausencias, carencias dramáticamente ciertas y literales, el pequeño resto sobrealimentado, sobredecorado, sobreentretenido, paga a precio de oro ausencias metafóricas: silencio, arte mínimo o estancias en selectas clínicas, por ejemplo, donde lo que se compra caro es que a uno no le den de comer. Ayuno, en fin, por la fuerza o por estética. Y eso me parece también la habitación vacía de Martin Creed, una forma de ayuno por amor al arte.
Esos ayunos voluntarios deberíamos cotejarlos más a menudo con los auténticos, para tener la oportunidad de calificarlos cabalmente de absurdos o patéticos o insultantes o inaceptables. 'La moral está en los adjetivos', ya se sabe. Y las perspectivas políticas e ideológicas se expresan ahí también.
Y no quiero apartarme de la moral de la ausencia. Porque hace muy poco tiempo otro galardón premiaba la fotografía que Fernando Postigo no había hecho en la calle Aldamar de San Sebastián, el día en que un juguete explosivo mataba a una señora y dejaba ciego a un chaval. El fotógrafo Postigo no sacó en esa ocasión la cámara, sacó pecho, cogió al crío en brazos y se lo llevó al hospital. Esa ausencia de imagen vale más que mil imágenes. Porque expresa mejor el horror de la violencia y su enemigo más constante, el amor que los seres humanos sentimos bajo tantas formas: ternura, solidaridad, compasión. La fuerza con que lo defendemos. La lucidez con que somos capaces de priorizarlo.
Y priorizar la vida es lo que hace la campaña en favor de los derechos humanos -el 10 de diciembre ha cumplido 53 años la declaración universal de las Naciones Unidas- que acaba de presentar el Gobierno vasco y que incluye referencias al terrorismo y a la falta de libertades en Euskadi, bajo el lema Donde no hay vida no hay libertad; donde no hay paz no hay libertad. Todos los derechos humanos para todos. Y otra vez es la ausencia la que ha levantado la polémica. La campaña ha sido calificada por algunos de tibia y de políticamente cínica porque en ella no se menciona a los terroristas. No comparto esas críticas. Viniendo de donde viene y dirigiéndose a la totalidad de la sociedad vasca, la veo como un avance, leve pero preciso, en la denuncia de una realidad que nos tiene asfixiados. Y apruebo no sólo que condicione todos los demás derechos al derecho a la vida, sino que se estructure formalmente en torno a su ausencia. Que no abunde en lo que sabemos, y por repetido ya no dice nada, y de todas formas ya no escuchamos; sino que coloque la atención en lo que no está, obligándonos así no a recoger un mensaje de respeto sino a pensarlo. A crearlo.
En las habitaciones organizadas, vestidas, lo más que puedes hacer es aprobar o no la decoración. En las que están por decorar, tienes más margen. Y quien dice habitación dice mensaje o proyecto.
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