Patriotismo de partido
'España ha dejado de ser un problema', se afirma en una versión, parece que casi definitiva, de lo que será la ponencia del próximo congreso del Partido Popular, dedicada al patriotismo constitucional. En esta ponencia, que sucriben Josep Piqué y la concejal del Ayuntamiento de San Sebastián María San Gil, se parte de la idea de que España es una nación, con 'identidad (...) histórica y cultural'. Se rechaza, pues, de foma implícita la plurinacionalidad de España. La ponencia presenta grandes continuidades con la expuesta en el anterior congreso por Javier Arenas, que contó con la inestimable cooperación de Alejo Vidal-Quadras, aunque se han renovado las formas a través de una burda y simplificadora versión de las reflexiones de Habermas sobre la Alemania posnazi. La idea de fondo es la misma que presidió el anterior congreso: 'La Constitución es la superación de los desencuentros históricos de los españoles. Gracias a ella las dos Españas se fundieron en una, se zanjó el problema religioso y la cuestión social, la forma de la jefatura del Estado y el modelo territorial'. En definitiva, el fin (constitucional) de la historia, versión PP. Según la ponencia, ese gran acuerdo de todos no se hizo desde el desacuerdo y la discrepancia. No es un acuerdo de mínimos a través del cual cada fuerza política, cada persona y colectivo puede tratar de modificar la realidad e influir para que las cosas vayan en un sentido o en otro. 'La Constitución es el marco de estabilidad que garantiza la libertad, la democracia y la pluralidad'. No es necesario ni conveniente pensar en modificarla. Es el punto culminante de un acuerdo histórico. Es el punto máximo de acuerdo que no debería modificarse. Según la version del PP, todo es posible dentro de su versión de la Constitución. Fuera, sólo tinieblas.
La democracia es aceptación de la disidencia, del riesgo, asunción del conflicto, y no extraña que para los amigos de la estabilidad y el orden eso suene inquietante
En todo el texto late una astuta y reduccionista visión de la historia de España. Aparentemente, nada que ver con la tradición autoritaria, centralista y uniformizadora que ha caracterizado la derecha española y que tanta sangre y conflictos generó. Me descorazona ver cómo se trata de utilizar el discurso regeneracionista y reformador de los ateneístas madrileños y de Azaña. Y me disturba sobre todo que ello se haga al servicio no del pluralismo, sino del objetivo de recuperación nostálgica de un Estado que debería pensarse de otra manera. En una Europa que trata de reforzar su peso, cuando las autonomías están llegando a capacidades decisorias inéditas y cuando el renovado auge de la iniciativa social discute espacios al tradicional proyecto de subordinación de todo y todos a los intereses de quienes ocupan el poder central, la ponencia significa un paso atrás. Leyendo el texto que le han preparado a Piqué, uno tiene la sensación de que la historia de España empezó en 1978. Insisten los populares una y otra vez en que los retos actuales no pueden ser abordados 'con viejas ideas, con viejos prejuicios y agravios, con viejas historias'. Para los ponentes del PP, hemos superado ya las situaciones y los problemas de los setenta. La Constitución de 1978 recogería la tradición de la Constitución de 1812 y lo mejor de la historia liberal y constitucional española. Cualquiera que conozca superficialmente la historia política de la España contemporánea sabrá que hay poco que recuperar de esa tradición. Y lo poco que podríamos destacar fue siempre anulado por la reacción armada e intolerante de aquellos que entonces hablaban también de patriotismo y de unidad de España por encima de todo.
Empiezo a estar cansado de esa glorificación que hacen del consenso constitucional quienes más dudas y reticencias manifestaban entonces sobre los fundamentos de la nueva España democrática. En ese camino identitario, cohesionador y vertebrador, el Partido Popular pretende acaparar en exclusiva el pacto constitucional, sacralizándolo y convirtiéndolo en un escenario máximo en el que todo se mediría a partir de la aceptación incondicional del consenso circunstancial que se reflejó en la Constitución de 1978. Para muchos, entre los que me cuento, una sociedad viva y moralmente activa es una sociedad que acepta el conflicto, que no tolera el unitarismo como bandera. La fuerza de la democracia reside en la aceptación institucionalizada de su posible puesta en cuestión.Toda decisión puede ser objeto de crítica, aunque haya sido tomada según lo que establece la normativa, y siempre se puede intentar modificarla, aunque sea a través de la desobediencia civil o de otras formas de protesta, quizá extralegales (en el sentido de no aceptadoras de las normas vigentes), pero activadoras de los principios democráticos. Ahí reside la grandeza del proyecto democrático, de esa democracia siempre inacabada, que no se agota en el derecho vigente. ¿Cómo casa ello con lo que Piqué y San Gil, en nombre del PP, nos dicen acerca de que la Constitución y los Estatutos son el único marco del 'único consenso posible y deseable'?. Que no cuenten conmigo. La democracia no se construye sobre un consensualismo mítico. La democracia es sobre todo aceptación de la disidencia, del riesgo, asunción del conflicto, y no me extraña que para los amigos de la estabilidad y del orden eso suene sumamente inquietante.
En la ponencia se dice que los que se excluyen son los que no aceptan los principios del pacto constitucional de 1978. Y se cita expresamente al PNV como ejemplo de nacionalismo no constitucional. Se desacredita luego a los que propugnan otras visiones distintas de su restrictiva visión de la Constitución, a los que hablan de soberanía compartida o de federalismo asimétrico, afirmando que no conocen suficientemente el texto constitucional o simplemente que abonan debates estériles. Se sigue sin aceptar la discrepancia, se sigue sin aceptar otras miradas. Cuando, precisamente, lo que podría cohesionar y vertebrar una sociedad como la española es la aceptación radical de su diversidad, la aceptación de su tremendamente creativa conflictividad. Como decía hace poco Herrero de Miñón, 'bien cutre sería un patriotismo español que no fuera más allá de nuestra vigente Constitución'. En la disidencia, se reconoce al otro. No puede haber nada más paralizante y anestesiante para una sociedad que el insistir en que el conflicto es negativo. Detrás de esa constante reiteración y glorificación de la ponencia sobre el 'todos hemos hecho', 'todos creemos', se esconde una voluntad de despolitización del espacio público. Nada mejor que acabar con una frase de la ponencia en que se muestra sin ambages el grado de soberbia con que se analiza la realidad: 'Los países en vías de desarrollo se encuentran en este estado porque nunca han gozado del sistema de valores y del sistema económico del que nosotros gozamos. Reflexionemos seriamente sobre ello'. Reflexionemos.
Joan Subirats es catedrático de Ciencia Política de la Universidad Autónoma de Barcelona.
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