La nieve y las tinieblas
En 1962 éramos más pobres y honrados, y más felices. Ayer, en cambio, rozamos la tragedia
Mi primer recuerdo de la nieve está situado en la mañana del 25 de diciembre de 1962, cuando apareció nevado el patio de la casa de mis padres en la calle de Rosselló de Barcelona. No podía creérmelo, pensé que formaba parte de la decoración navideña de mi madre. El niño de los vecinos me dijo que no, que aquella nieve era real y que no tenía por qué extrañarme, pues siempre nevaba el día de Navidad. ¿O acaso no lo sabía? Recuerdo que le di un cachete al niño aquel tan majadero y que, como venía leyendo por aquellos días la Alicia de Lewis Carrol, le dije: 'Yo sí que soy real. ¿O acaso no lo sabías?'. El niño lloraba. 'Llorando', le dije, 'no lograrás hacerte real como yo'. 'Si no fuese real', me contestó el niño, 'no podría llorar'. Me dio la respuesta en bandeja: 'No supondrás, espero, que esas lágrimas son reales'. Se asustó tanto el niño que ya no volvió a decirme nunca que la nieve era real, volvió a la medieval casa de sus padres, convencido de que no existía. Y me dejó a mí el tiempo suficiente para analizar con seriedad la realidad de la nieve.
Dalí lanzaba su mensaje navideño, lleno de hostias consagradas, melones y rosarios
Recuerdo muy bien aquel 25 de diciembre. Yo con bufanda dentro de casa y mi familia escuchando el mensaje navideño de Salvador Dalí, que decía: 'Isabel la Católica, las hostias consagradas, los melones, los rosarios, las indigestiones truculentas, las corridas de toros, las tambores de Calanda y las sardinas del Ampurdán. En resumen: mi vida debe orientarse hacia España y la familia'. Era un mensaje sobrecogedor si uno lo escuchaba mirando caer los silenciosos copos de nieve. Yo con bufanda en la casa y pensando que para un país como España y una ciudad como Barcelona, tan dejada de la mano de Dios, no estaba mal que Dios, por una vez, hubiera tenido la delicadeza de hacernos llegar la nieve con una puntualidad divina. No hacía mucho que, a su paso por la ciudad, Brigitte Bardot -ignorando que Dios iba a fijarse muy pronto en nosotros- se atrevió a decir que si España era el culo del mundo, Barcelona era el culo de España. Pues bien, pensaba yo, ahora nieva, por orden y detalle navideño de Dios, en el culo de España.
Entre tantas hostias consagradas y tantos melones y rosarios, la nieve puntual fue un detalle divino inolvidable. La ciudad se colapsó pero, a diferencia de ayer, se colapsó de una manera nada dramática, y así lo atestiguan las fotografías de aquel día, gente esquinado por la calle de Balmes, vecinos que arrojaban de sus pisos altos imponentes bolas de nieve que destrozaban los techos de los coches. Una juerga maravillosa. Se abrieron para celebrar la nieve muchas botellas de vino, y a esos vinos destapados se les iba su esencia de bromistas, su esencia viajaba a los cerebros de las familias felices, que reían ante la novedad de la nieve y en la calle compraban helados de fresa. Fue un gran día. La nieve nos hacía más pobres y honrados que nunca y, sobre todo, más felices.
No puede decirse lo mismo de la tragedia de ayer. La verdad es que hemos cambiado mucho. Grandes avances tecnológicos pero Fecsa mantiene una elegancia trasnochada. En cuanto caen cuatro gotas o nieva, guiada por la nostalgia de otros tiempos, nos deja de la mano de Dios, cada vez más perversamente, porque ahora quitan la luz o bien, en tormento inédito, la dejan a baja tensión. Y esto en el día precisamente en que se hicieron los chulos contra la Administración y amenazaron con subir nuestras tarifas si a ellos les ponían alguna multa por dedicarse, con metódica periodicidad, a dejarnos en tinieblas, a merced sólo de la luz de la nieve. No hubo ayer diversión ni fiesta, y sí en cambio raudales de tragedia. Desde lo de las Torres Gemelas no había vivido yo momentos tan dramáticos. Viví en las tinieblas momentos muy serios de angustia. Por ejemplo, en la penumbra, vi al sillón sin tapizar de mi casa convertido en un sillón en paños menores. El momento más aterrador se produjo a las siete y media de la tarde cuando en el magazine de un programa barcelonés de televisión, la bella Clara Armengol, la presentadora, anunció con cara de terror que se veían obligados a dar por terminado el programa y a buscar refugio en sus casas, si es que podían llegar a sus casas, ya que los semáforos estaban averiados y el metro no funcionaba. La tragedia es el signo de los nuevos tiempos y ayer nos alcanzó de lleno. Son unos melones, de los de antes. La hostia consagrada. No es que sigamos, es que estamos mucho peor.
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