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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Últimas noches con Boris

Tras El vuelo de los avestruces, Azul petróleo y Morir de glamour, Boris Izaguirre (Caracas, 1965) añade a su carrera literaria Verdades alteradas, una crónica de la España del PP a través de algunas fiestas. La condición pública de Izaguirre suele levantar ampollas. Los que no le llaman maricón le acusan de lo peor que hoy puede ser un escritor: mediático. Lejos de afectarle, él recicla estos epítetos para, con prosa mordaz y vibrante, piratear el océano de la jet. Tener algo que contar y hacerlo bien ya es mucho, pero Verdades alteradas añade una mirada que ofrece al lector la perspectiva para comprender mejor la realidad descrita y acceder a una valoración más intelectual que moral de los estragos de la fama. El mérito del autor consiste en hacer compatibles su condición de actor y narrador. Para elaborar mejor su discurso sobre el pueril encanto de la frivolidad, recurre a voces secundarias (su hermana, su novio, la amiga fashion-victim), argumenta de modo bastante convincente sus desmanes públicos y teoriza sobre un mundo que, con la venia de la mayoría, recicla la verdad para nutrir una rentable industria capaz de fabricar las únicas mentiras en las que la gente está dispuesta a creer: los vicios privados de la gente sin virtudes públicas.

VERDADES ALTERADAS

Boris Izaguirre Espasa. Madrid, 2001 256 páginas. 2.800 pesetas

Su lengua viperina, que suele diluirse entre estridencias varias, adquiere aquí un tono más profundo. El libro es la autobiografía parcial de un inmigrante que utiliza su talento para trepar no por los sótanos del escalafón social, sino por el ático en el que alternan los restos del ancien régime, los fondos reservados, el glamour monárquico y una fauna de musas vampirizadas por imitadores de colágeno y silicona. En este contexto, Izaguirre practica una estimulante libertad de opinión. Cuando comprueba que el pueblo aclama a la Preysler, escribe: 'Déjese llevar por el delirio, por el grito de unos votantes sin otra ideología que la idolatría al personaje más inesperado'. Sin más credo que las canciones de Madonna o la autocrítica nada maoísta de Mette-Marit, Izaguirre utiliza la estrategia del exceso, un recurso con el que reafirma su omnívoro gusto por agitar símbolos antagónicos en una coctelera en la que bailan Warhol y la Jurado, Terenci y Camille Paglia, el primo Zumosol y el Oropesa Way of Life. Para compartir los efectos de su cóctel, seduce, como Capote, a los monstruos que nutren su relato.

Hay algunas imprecisiones (Poble Nou por Poble Espanyol) atribuibles al estrés o a las prisas que vive todo cronista social. Lejos de conformarse con parir un instant-seller resultón, Izaguirre trasciende la presunta banalidad del género con observaciones de hispanófilo caribeño y, de paso, reivindica la educación sentimental de los ochenta y sus concurridos retretes. No olvidar que la ironía bien entendida empieza por uno mismo, le ayuda a evitar la moralina. Y la maldad reinante que describe es un buen anabolizante para estimular una tersura verbal enriquecida con momentos de prosa de melodrama, bolero y culebrón combinada con trazos de esa literatura inteligente y bastante exhibicionista que practica, por ejemplo, Jaime Bayly. La caída del imperio que describe Izaguirre nos presenta una España en la que Puerto Urraco podría ser el nombre de un desodorante para axilas depiladas, de diseño almodovariano y aroma buñueliano. También hay un componente terapéutico. Para darle un sentido que no tiene, el autor intelectualiza su análisis de la realidad. Verdades alteradas altera la percepción que podíamos tener de la mentira organizada y nos descubre a un intrépido periodista gonzo que genera noticias donde no las hay. ¿Cómo? Explotando unos recursos literarios en los que destacan la resplandeciente artificialidad del látex, una sagaz habilidad para despellejar con un bisturí marca Maruja Torres y una simpatía propia del Chapulín Colorado, subdesarrollado y surrealista superhéroe que, tras su nada glamouroso aspecto, esconde una mirada tragicómica, lúcida, compasiva.

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