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Columna
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Papaíto

Papá Noel visitó España por primera vez como invitado de honor del Plan Marshall (el de Bienvenido, mister...) y se paseó en coche descubierto por Madrid entre Franco y Eisenhower, Ike para los amigos de la guerra fría, unos años después. Papá Noel, la Coca-Cola y la leche en polvo, las estrellas de Hollywood y los cazas de Torrejón de Ardoz, llegaron de la mano para animar el pardo paisaje de la autarquía con sus coloristas reclamos, expresión elocuente de la homologación de la peculiar 'democracia orgánica' del franquismo por parte de la primera potencia democrática del 'mundo libre', patente concedida por la decidida vocación anticomunista del régimen que hacía perdonables sus pecados totalitarios y sus declaradas simpatías por el bando derrotado en la Segunda Guerra Mundial.

Para los 'progres trasnochados', que diría Aznar, de aquellos años, inoculados ya con el contagioso virus del antiamericanismo primario, estaba clarísimo que el viejo gordinflón, vestido de colorado, con sus níveas barbas y guedejas enmarcando una sonrosada faz de alcohólico, era un agente de la CIA, punta de lanza en la batalla que enfrentaba al comunismo con el consumismo y que terminó con la victoria por goleada del segundo ante la inoperancia, intolerancia y obsolescencia de sus eternos rivales.

Para las familias españolas observantes de los ritos navideños, la irrupción de Papá Noel con su árbol de Navidad, talado prematuramente del sufrido bosque de forma nada ecológica, supuso sobre todo un gasto más, una inoportuna duplicación de regalos, pues tampoco era cosa de prescindir de la noche a la mañana de la ancestral y católica tradición de los Reyes Magos.

Protestante y de la CIA, apoyado por una deslumbrante campaña publicitaria, Papá Noel ganó también su guerra, cruzado occidental frente a los mensajeros de Oriente. La oronda efigie del usurpador se multiplica clónica por todas partes y las empresas de trabajo temporal surten un mercado en alza. Un Papá Noel sale más barato que tres Reyes Magos y da más juego, pues, como buen demócrata, puede cumplir funciones de aparcacoches, repartidor de propaganda, portero o guarda de seguridad si fuera necesario y sin que se le caigan los anillos.

La polivalencia es una cualidad imprescindible para mantenerse en el precario mercado laboral, y los papanoeles que transmiten, o deberían transmitir, una imagen de autoridad paternal, benévola pero firme, podrían dar juego durante todo el año como policías privados y homologados, encargados de velar por el orden y el cumplimiento de la ley en centros comerciales y de ocio. Sus vistosos uniformes les harían extremadamente visibles entre la multitud y servirían como elemento disuasorio ante los delincuentes de buena voluntad.

La visión de miles de corpulentos papanoeles, armados con porras y bien entrenados, colma las expectativas de los partidarios de la privatización del sector público que piensan que la seguridad ciudadana es un bien tan preciado que no debería dejarse en manos del Estado, porque cada ciudadano es libre a la hora de pagarse su propia protección en cómodos plazos.

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Papá Noel es un símbolo casi universal de paz, de concordia y de prosperidad, y con los pertinentes rellenos de guata hasta el más famélico de los parados, aborigen o de importación, puede incorporar el personaje de forma convincente y por muy poco dinero.

Por supuesto, las anteriores líneas son fruto de una pesadilla personal, recurrente en las últimas semanas, un vívido sueño inducido seguramente por la inseguridad ciudadana de la que hablan las crónicas madrileñas y la proliferación de imágenes navideñas con la bobalicona efigie del tipo de gorrito rojo.

Una pesadilla que tiene como música de fondo el villancico, concienzudamente desafinado, que el alcalde de la Villa perpetró, fiel a su perversa costumbre, en la plaza Mayor, histórico escenario que no había presenciado tan degradante espectáculo desde que dejaron de celebrarse en ella los autos de fe, las quemas de herejes a cargo de la Inquisición, espectáculo favorito de los madrileños de a pie o de a caballo en tiempos de barbarie que nada tienen que ver con éstos, ilustrados y modernos.

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