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Mirar la ciudad

Dicen la literatura y el tópico que la vida es un viaje de ida y vuelta. Si la memoria es el recuerdo que se nos da de ese tránsito, será importante la mirada del viajero, la mirada de ese viajero que quiere afrontar la rareza del mundo, esos severos contrastes que hay entre lo que creemos averiguar y los desconocimientos que son nuestro lastre. El viaje entendido así y el periplo del turista no son lo mismo, incluso se oponen. En 1840, justamente cuando muchos se sumaban al grand tour, cuando las familias distinguidas de Europa emprendían prolongados recorridos que duraban meses y cuando los viajeros rivalizaban en la búsqueda del exotismo, Achille-Cléophas Flaubert supo distinguir una cosa de la otra. En una carta dirigida a su hijo, a aquel que iba a alcanzar la celebridad como novelista años después, Achille-Cléophas apuntaba: 'Aprovecha el viaje y acuérdate de tu amigo Montaigne, que quiere que se viaje para dar cuenta principalmente de los humores de las naciones y de sus costumbres, y para 'frotar y limar nuestro cerebro contra el de otro'. Mira, observa y toma apuntes'.

Como se sabe, el joven Flaubert maduró viajando y ese recorrido que verificara más allá de Francia le sirvió para mirar mejor a sus compatriotas y para apreciar con detalle sus rasgos, sus atributos. La principal enseñanza de ese aprendizaje no fue, como repetimos perezosamente, la del realismo literario, la de empeñarse en presentar el estado notarial de la realidad circundante. La mejor lección que completó fue la de un modo nuevo de ver las cosas, la propia de un observador que paradójicamente se canceló para tratar de ser agudo transmisor de lo real. Es como si la suya hubiera sido una mirada transitiva y por eso, en lugar de buscarse a sí mismo tomando a sus contemporáneos como meros figurantes, se obstinó en descubrir el secreto que hay en lo real. Se trataba de explorar lo que le rodeaba siendo respetuoso con la complejidad del mundo, no sometiéndolo, pues, al capricho de un autor entrometido, no subordinándolo a las intromisiones de un escritor sabelotodo. Flaubert hizo caso a su padre y se empeñó en observar pacientemente las cosas, en no mirar con rutina, en viajar con coraje, en adentrarse en la realidad al modo de Montaigne, tomando apuntes, anotando las sugerencias y las interpelaciones de ese mundo externo.

Deberíamos hacer nuestro ese precepto de la mirada para así obrar a la manera del transeúnte que con porfía e interés toma nota. Pero nuestro viaje, como lo fue el de Flaubert, no es sólo recorrer geografías distantes e incluso inhóspitas. Nuestro viaje puede ser el de aventurarnos propiamente en lo cotidiano. Ya que de esta ciudad no escaparemos -como sucedía en aquel poema de Cavafis- y a ella entregaremos nuestros huesos, se trataría de aguzar la mirada para distinguir lo que unos ojos perezosos no ven. Se trataría de observar, tomar apuntes, frotar y limar nuestro cerebro con el de los contemporáneos. Se trataría de hacer del viajero, de un cierto tipo de transeúnte, el recurso principal con el que pensar nuestras vidas. Despierto y algo acobardado, anonadado por las dimensiones y por la rareza del mundo, el paseante mira pasmándose de lo que ve y de lo que no vio, de lo nuevo y de lo viejo, de la destrucción y del caos, de la dicha y de la penuria que hay. Es el estado de estupor, de perplejidad, de alguien que recibe mucha información, que queriendo o sin querer hace acopio de noticias, de alguien que simplemente transita y al que casi nada de lo que observa se le antoja familiar. Es la forma de conducirse de un viajero que se abandona al espectáculo del presente y de sus ensoñaciones, porque éstas son resultado de ese frotar propio de Montaigne, de esas percepciones. Es el modo de obrar característico de quien se empeña en mirar con vehemencia, en abarcarlo todo y aspira a dar sentido a lo que aprecia, a lo que distingue, porque sabe que nada es obvio.

Es éste un paseante inquisitivo, un trotamundos bien despierto que transita sin prisas por nuestras calles, justamente para hacerse una idea cabal de lo que hay y de lo que ve; pero hablamos también de un transeúnte que se sabe poco dotado, que se sabe parcial, un viandante rodeado de señales a las que no siempre puede dar significado. Concebida así, la ciudad es infinita, pasmosa e inagotable fuente de recursos, de interpelaciones y de sugerencias; pero, descrita así, nuestra mirada sólo es un repertorio limitadísimo de significados. El paseante ignora si serán válidos sus recursos, su experiencia, su cultura, sus vivencias: mira con avidez, con la urgencia posesiva de quien cree que lo tiene todo por aprender; mira con el hechizo o con el deslumbramiento inconcebible del niño. Los jovencitos no carecen de recursos, puesto que, más o menos amplios, disponen de significados heredados y ya asimilados, históricos o incluso filogenéticos, significados a partir de los cuales se apaciguan o se tranquilizan conteniendo o conjurando las novedades del mundo que les rodea. Fuera de su entorno, el niño no cuenta con un amplio repertorio de rutinas, precisamente porque le faltan informaciones. Todo o casi todo le interpela, puesto que es nuevo, es chocante, es revelador y es fuente de ansiedad. Es decir, el jovencito conserva durante un tiempo la mirada de estupor de quien aún se ve pequeño, escaso, insignificante, inerme, de quien descubrió pronto que no lo podía todo. No nos engañemos: no es la suya una mirada de inocencia, la mirada de prístina bondad de quien aún no ha sido corrompido. No me refiero a eso, a esa imagen vagamente rousseauniana que persiste entre los tópicos de nuestro tiempo. Me refiero más bien a ese modo de mirar de quien carece de rutinas y de quien, por eso mismo, precisa estar bien despierto, sensible a las sugerencias de un mundo que se percibe extraño, incluso amenazador, de una ciudad que en ocasiones parece hostigarlo. Los mayores, por el contrario, nos hemos dotado de múltiples destrezas que abrevian las operaciones de la vida, de abundantes defensas de resabiados, de prótesis que nos sirven para auparnos y para creernos menos frágiles de lo que estaríamos dispuestos a admitir. El mundo siempre acabará por sorprendernos desmintiendo nuestros vaticinios de adultos, pero los automatismos nos ayudan a vivir, a pensar al menos que la vida es eso, un conjunto de rutinas ya ensayadas. Luego, esas predicciones quedan desmentidas por la propia realidad desconcertante y las ortopedias que nos dimos también se fracturan y es entonces cuando advertimos que la calle y el azar irrumpen en nuestras vidas, que no hay nada que tenga una explicación definitiva. Es entonces cuando reconocemos nuestro fracaso parcial al admitir que no todo lo salvaguarda o lo garantiza o lo explica nuestra arrogancia de adultos, cuando aceptamos que tal vez en parte los niños lleven razón y que esa pereza reflexiva con que afrontamos el mundo y la ciudad y ese modo rutinario de mirar sólo fueron la falsilla con la que quisimos reescribir nuestras vidas.

Justo Serna es profesor de Historia Contemporánea de la Universidad de Valencia.

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