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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La debilidad de Arafat

Los más madrugadores han comenzado ya a entonar los obligados responsos por el presidente de la Autoridad Palestina,Yasir Arafat, y, al menos desde que comenzó el presunto proceso negociador de Oriente Próximo en 1993, nunca como ahora ha parecido tan débil la posición -interna y externa- del líder palestino. Pero quizá no convenga apresurarse demasiado en dar por acabada la era Arafat. Incluso los congresistas estadounidenses han tenido que reconocer esta misma semana que su permanencia es un problema, pero que su desaparición sería un drama.

El primer ministro israelí, Ariel Sharon, por más que quiera jugar a oscurecer con palabras su pensamiento, persigue con un ahínco que sólo moderan las presiones internacionales, no sólo la destrucción -política o física- de Arafat, sino del hecho mismo de que exista una autoridad centralizada del pueblo palestino. Piensa Sharon que, destruida ésta, sería más fácil negociar con algunas docenas de barones locales una serie de treguas que, aunque nada resolverían, quizá sirvieran para apagar los fuegos cotidianos, que es para lo que se le eligió en febrero pasado.

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La presidencia norteamericana de George W. Bush, que se inició en enero con un mal avisado alarde de indiferencia hacia el conflicto y que en algún momento -siempre en boca del secretario de Estado, Colin Powell- hasta ha podido parecer que aspiraba a un cierto equilibrio entre las partes, se ha replegado con ocasión de los bárbaros atentados del fin de semana pasado a posiciones pro israelíes clásicas, dando carta blanca a Sharon para la represión de estos últimos días. Todo parece indicar, incluso, que si no desea directamente la desaparición de Arafat, la Casa Blanca se estaría haciendo a la idea de tal posibilidad.

Y, por último, la propia casa palestina, en abierta revuelta tanto contra su líder como contra la ocupación israelí, es plenamente consciente de que la barbarie del terrorismo pone a Arafat en una posición insostenible, en la que ha de elegir entre el riesgo de guerra interior con sus integrismos o la seguridad de aplastamiento exterior por parte de Israel si no procede contra la última tanda conocida de asesinos.

El Gobierno israelí y la fuerza creciente del movimiento de Hamás se confabulan, de hecho, contra su presidencia, y la Casa Blanca no le echa un cable. ¿Qué puede hacer ante semejante conspiración un ya extenuado Arafat?

Detener lo menos posible -17 destacados militantes de entre los 36 que Israel le exige-, aunque sin que piense entregar a ninguno de ellos, a la espera de que amaine la tormenta, y, al mismo tiempo, negociar con Hamás un compás de espera: tolerancia ante atentados en los territorios ocupados, pero no para acciones en territorio directamente israelí contra objetivos civiles. La relativa calma de las últimas horas, comparada con las vísperas, dan un respiro a Arafat, aunque ya sabe que no servirán para calmar a Sharon: lo prueba el que, al mismo tiempo que le exige que detenga a los terroristas de Hamás, no deja de bombardear las comisarías de la Autoridad Nacional Palestina encargadas de hacerlo. Confiando en que aún no ha llegado su hora final, Arafat se conforma de momento con intentar calmar a Estados Unidos.

Y todo ello es una tragedia, porque ni Sharon encontrará un mundo palestino de rodillas ni Washington se va a convertir en verdadero mediador de la paz, aceptando jurídicamente que se meta a Arafat en el saco del terrorismo internacional, como persigue el líder israelí, ni Hamás quiere de verdad liquidar a su presidente porque, pese a todo, Arafat es lo único que les separa de la represión total israelí.

Primero, que se detengan los atentados; segundo, que Sharon garantice que no instalará más colonos en los territorios, y tercero, que se reanuden las negociaciones para la formación de un Estado palestino. Ese camino, que nadie parece querer emprender, es el único que cabría aprobar hoy en Tierra Santa.

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