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Columna
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'La Concha'

Mientras escribo estas líneas se está hablando o mejor discutiendo sobre el futuro o el sinfuturo de la Fundación Jiménez Díaz. No me siento capaz de opinar sobre los argumentos que se emplean, pero me llama la atención el hecho de que ni en las negociaciones ni en el debate público se habla de la historia de la Jiménez Díaz ni de don Carlos, su fundador, ni de la herencia que dejó y que permite mantener en la Concepción un centro de investigación médica de primera línea.

Una comunidad como la de Madrid, un país como España no pueden permitirse, al juzgar sobre la conveniencia de que se perpetúe o no una institución, olvidar lo que esa institución ha representado y sigue representando.

Cerrar la Fundación significaría mucho más que cerrar una cuenta de gasto sanitario. Significaría echar en saco roto toda una labor que no ha cesado desde que Jiménez Díaz organizó los primeros equipos de investigación médica.

Don Carlos nació en 1898 y formó parte de esa generación de médicos humanistas que se tomaron en serio la tarea regeneracionista que debía comenzar por la sanidad. Conocía el latín y el griego y hablaba varios idiomas. Sus conocimientos se extendían a las matemáticas, la física, la química y también la literatura. Y tenía fama de buen escritor.

Catedrático en Sevilla y en Madrid, fundó el Instituto de Investigaciones Médicas de la Universidad Central y la Revista Clínica Española.

Por sus estudios en Alemania y su contacto con médicos de todo el mundo fue un gran modernizador de la medicina española. Formó a muchos discípulos y creó toda una escuela en la que trabajaron españoles y extranjeros. Uno de ellos fue Severo Ochoa.

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La Fundación que lleva su nombre, creada después de su muerte en 1967, mantiene hasta hoy la herencia científica de don Carlos Jiménez Díaz. Delante de la Concha se levantó un monumento en memoria suya. Hay que pensárselo dos veces antes de echar por la borda su obra y la continuidad de su obra hoy.

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