EE UU
Cada día leo algún artículo donde se revisa lo que había sido incuestionable el 11 de septiembre: que el mundo trazaba en esa fecha un antes y un después. Que allí se habría alumbrado, tal como ocurre con los hechos divinos, una era nueva. Así, en el imaginario colectivo, las Torres Gemelas serían como las columnas del templo de Salomón, como el fin de Constantinopla o como el ocaso del muro de Berlín. Desde el principio de la historia, el porvenir se ha pintado como un decorado detrás de un telón y como un inesperado diorama después de las apariencias. En consecuencia, el espectáculo de las Torres cumplía las expectativas escénicas del trance total.
Sobre esa creencia se han redactado miles de textos, se han pronunciado incontables discursos y se ha imbuido la idea de que nada -ni los precios, los aeropuertos, las discotecas, las plazas, las libertades o el sexo- serían lo mismo ya. Los planes de inversión o los planes de vacaciones quedaban en suspenso tras un evento de tanta magnitud. Luego, sin embargo, pasados los días, se ha preguntado a los españoles en qué han variado sus vidas y más del 90% han contestado que en nada de nada. La nada de este cambio, aquí y en Singapur, revela de qué modo Estados Unidos se encuentra supervalorado como gran fautor. El dueño de nuestro humor y de nuestro honor, la indicación de nuestra riqueza o de la bancarrota, de la paz o de la guerra, de la alegría del cine o la amplitud de la depresión.
Como ocurriría en las vidas personales a escala doméstica, el imperio norteamericano se ha convertido en el opresivo poder de un padre a lo Kazan. Sus circunstancias traspasan el ambiente del hogar o del planeta y sus enfermedades son tan aparatosas que todos creemos empeorar cuando le vemos quejarse. Europa sigue desde hace tiempo en este complejo de enorme subordinación y fomenta con su docilidad la fatalidad de las tendencias norteamericanas. Sin embargo, a estas alturas se vislumbra la verdad. El atentado ha sido contra Estados Unidos, no contra la Humanidad, y los autores son un puñado de fanáticos desesperados, no los millones de pobres del mundo bombardeados y desfallecidos en la inminencia de morir sin consuelo ni revolución.
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